Cómo la ciencia nos incita a la rebelión
¿Está destruyendo el planeta nuestra incesante búsqueda de crecimiento económico? Los científicos expertos en el clima han visto las estadísticas y han llegado a conclusiones escandalosas.
En diciembre de 2012, Brad Werner, un investigador de sistemas complejos con el pelo teñido de rosa, caminaba entre una multitud de 24 000 científicos terrestres y espaciales durante la reunión de otoño de la Unión Americana de Geofísica, que tiene lugar cada año en San Francisco. Ese año la conferencia contaba con algunos participantes de renombre, desde Ed Stone, del proyecto Voyager de la Nasa, que explicaría un nuevo hito en el camino hacia el espacio interestelar, hasta el director de cine James Cameron, que habló sobre sus aventuras con sumergibles en aguas profundas.
Pero fue precisamente la charla de Werner la que provocó más revuelo. Se titulaba «¿Está jodida la Tierra?» (título completo: «¿Está jodida la Tierra? Inutilidad dinámica de la gestión medioambiental global y posibilidades para la sostenibilidad mediante el activismo de acción directa»).
De pie ante la sala de conferencias, el geofísico de la Universidad de California en San Diego, guió a la multitud por el avanzado modelo informático que estaba usando para responder a esta cuestión. Habló sobre límites, perturbaciones, disipación, atractores, bifurcaciones y toda una serie de cosas en gran parte incomprensibles para los no iniciados en la teoría de sistemas complejos. Pero la cuestión principal estaba bastante clara: el capitalismo global ha llevado a una disminución de los recursos tan rápida, conveniente y libre de barreras, que los «sistemas tierra-humanos» se están volviendo peligrosamente inestables. Cuando un periodista le presionó para dar una respuesta clara a la pregunta de si «estamos jodidos», Werner dejó de lado la jerga y respondió: «Más o menos».
Sin embargo, había una dinámica en el modelo que dejaba un hueco a la esperanza. Werner la llamó «resistencia»: movimientos de «gente o grupos de personas» que «adoptan una serie de comportamientos que no se ajustan a la cultura capitalista». Según el resumen de su presentación, esto incluye la «acción medioambiental directa, o resistencia desde fuera de la cultura dominante, como en las protestas, bloqueos y sabotajes por parte de pueblos indígenas, trabajadores, anarquistas y otros grupos de activistas».
Los encuentros científicos serios normalmente no incluyen convocatorias a la resistencia política en masa, y mucho menos a acciones directas y sabotajes. Por otro lado, Werner tampoco estaba exactamente haciendo un llamamiento a estas acciones. Simplemente estaba opinando que las revueltas masivas de gente –tales como las del movimiento abolicionista, el movimiento por los derechos civiles u Occupy Wall Street– suponían la fuente de «fricción» que con más probabilidad podría detener una máquina económica que se está descontrolando. Sabemos que en el pasado diversos movimientos sociales han «tenido una tremenda influencia en … el modo en que evolucionó la cultura dominante», apuntó. Por lo tanto es obvio que «si pensamos en el futuro de la Tierra y en el futuro de nuestra interdependencia para con el medioambiente, debemos incluir la resistencia como parte de esa dinámica», y no se trata de una cuestión de opinión sino «realmente de un problema de geofísica», argumentó Werner.
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A muchos científicos sus descubrimientos les han llevado a actuar en las calles. Físicos, astrónomos, médicos y biólogos han estado al frente de movimientos contra la energía y las armas nucleares, la guerra, la contaminación química y el creacionismo. Y en noviembre de 2012, la revista Nature publicó un comentario del financiero y filántropo medioambiental Jeremy Grantham instando a los científicos a unirse a esta tradición y a «hacerse arrestar si fuera necesario», puesto que el cambio climático «no solo es una crisis durante vuestras vidas, sino que también es una crisis en cuanto a la existencia de nuestra especie».
Algunos científicos no necesitan que se les convenza. El padrino de la ciencia climática moderna, James Hansen, es un activista formidable, y ha sido arrestado media docena de veces por resistirse a la extracción de carbón en la cima de una montaña o a la construcción de oleoductos para arenas bituminosas (incluso dejó su empleo en la NASA hace un par de años, en parte para disponer de más tiempo para hacer campaña). Hace dos años, cuando me arrestaron a las puertas de la Casa Blanca en una acción colectiva contra el oleoducto de arenas bituminosas Keystone XL, una de las 166 personas esposadas ese día fue el glaciólogo Jason Box, experto de fama mundial en las capas de hielo que se están derritiendo en Groenlandia.
«No habría podido seguir respetándome a mí mismo si no hubiera ido» dijo Box en ese momento, añadiendo que «solo votar no me parece suficiente en este caso. También necesito ser ciudadano».
Esto es encomiable, pero lo que Werner quiere demostrar es diferente. No dice que su investigación le llevara a actuar para detener una política en particular; lo que está diciendo es que su investigación muestra que nuestro paradigma económico al completo amenaza la estabilidad ecológica. Y que, de hecho, desafiar este paradigma económico –mediante un movimiento colectivo de contrapresión– es la mejor oportunidad que tiene la humanidad para evitar la catástrofe.
Es un tema difícil. Pero no está solo. Werner forma parte de un pequeño pero cada vez más influyente grupo de científicos cuyas investigaciones sobre la desestabilización de los sistemas naturales –y en particular la del sistema climático– les está llevando a conclusiones igualmente transformadoras e incluso revolucionarias. Y para cualquier revolucionario oculto que alguna vez haya soñado con derrocar el orden económico actual en favor de otro menos proclive a hacer que los pensionistas italianos se ahorquen en sus casas, este trabajo debería ser de particular interés. Porque hace que abandonar ese sistema cruel en favor de algo nuevo (y quizá, con mucho trabajo, algo mejor) ya no sea una cuestión de mera preferencia ideológica sino una necesidad existencial de toda la especie.
Liderando este grupo de nuevos revolucionarios científicos se encuentra uno de los expertos en el clima más prominentes de Gran Bretaña, Kevin Anderson, director adjunto del Centro Tyndall para la Investigación sobre el Cambio Climático, que se ha establecido rápidamente como una de las instituciones más importantes de investigación sobre el clima en el Reino Unido. Dirigiéndose a todo el mundo, desde el Ministerio para el Desarrollo Internacional hasta el Ayuntamiento de Manchester, Anderson ha pasado más de una década explicando pacientemente las implicaciones de la ciencia climática más actual a políticos, economistas y activistas. En un lenguaje claro y comprensible, expone una severa hoja de ruta para la reducción de emisiones que ofrece una posibilidad razonable de mantener el aumento de la temperatura global por debajo de los 2 °C, objetivo que la mayoría de los gobiernos ha determinado que prevendría la catástrofe.
Pero durante los últimos años, los escritos y presentaciones de Anderson se han vuelto cada vez más alarmantes. Con títulos como «Cambio climático: más que peligroso. Estadísticas brutales y esperanza poco convincente», apunta que las posibilidades de permanecer dentro de unos niveles de temperatura seguros están disminuyendo rápidamente.
Junto a su colega Alice Bows, experta en mitigación climática del Centro Tyndall, Anderson señala que hemos perdido tanto tiempo en estancamientos políticos y políticas climáticas demasiado tenues –todo ello mientras el consumo (y las emisiones) globales se incrementan– que ahora nos enfrentamos a recortes tan drásticos que desafían la lógica fundamental de priorizar el crecimiento del PIB sobre cualquier otra cosa.
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Anderson y Bows nos informan de que los a menudo citados objetivos de mitigación a largo plazo –un recorte del 80% de las emisiones por debajo de los niveles de 1990 para 2050– han sido elegidos simplemente por razones de interés político y no tienen una «base científica». Esto se debe a que el impacto del clima no surge simplemente de lo que emitamos hoy y mañana, sino de las emisiones que se van acumulando en la atmósfera a lo largo del tiempo. Y nos advierten de que al centrarse en objetivos para dentro de tres decenios y medio –en vez de lo que podemos hacer para cortar las emisiones de carbono de forma enérgica e inmediata– nos arriesgamos seriamente a permitir que nuestras emisiones continúen disparándose en los años venideros, superando con mucho nuestro «presupuesto de carbono» de 2 °C y poniéndonos a nosotros mismos en circunstancias amenazadoras según vaya avanzando el siglo.
Por esta razón, Anderson y Bows argumentan que si los gobiernos de los países desarrollados se toman en serio cumplir lo acordado sobre el objetivo internacional de mantener el calentamiento por debajo de los 2 °C, y si se supone que las reducciones deben respetar cualquier tipo de principio equitativo (básicamente que los países que han estado emitiendo carbono durante gran parte de los dos últimos siglos deben recortar antes que los países en los que más de mil millones de personas aún no tienen electricidad), se deduce que las reducciones deberían ser más severas y producirse mucho antes.
Para tener incluso un 50% de probabilidades de conseguir el objetivo de 2 °C (que, como ellos y muchos otros advierten, ya significa enfrentarse a una amplia variedad de impactos climáticos altamente dañinos), los países industrializados deben empezar a recortar sus emisiones de gas invernadero en torno a un 10% cada año, y deben empezar ya. Pero Anderson y Bows van más allá, señalando que este objetivo no se puede cumplir con los modestos precios del carbono ni con las soluciones tecnológicas «verdes» que normalmente defienden los grandes grupos ecologistas. Desde luego que estas medidas ayudarán, seguro, pero sencillamente no son suficientes: una reducción del 10% en las emisiones, año tras año, prácticamente carece de precedentes desde que comenzamos a impulsar nuestras economías con carbón. De hecho, las reducciones de más de un 1% por año «se han asociado históricamente solo con recesiones económicas o periodos convulsos», como indicó el economista Nicholas Stern en su informe de 2006 para el gobierno británico.
Incluso después del desmoronamiento de la Unión Soviética, no se dieron reducciones de este calibre y duración (los antiguos países soviéticos experimentaron unas disminuciones anuales medias de aproximadamente un 5 % durante un periodo de diez años). Tampoco ocurrieron después del descalabro de Wall Street en 2008 (cuando las naciones opulentas experimentaron una caída del 7% entre 2008 y 2009, pero sus emisiones de CO2 se restablecieron con fruición en 2010, mientras que las emisiones en China e India habían seguido incrementándose). Por poner un ejemplo, fue solo inmediatamente después del gran crac de la Bolsa en 1929, cuando las emisiones de los Estados Unidos cayeron durante varios años consecutivos en más de un 10% anual, según datos históricos del Centro de Análisis de Información sobre Dióxido de Carbono. Pero se trataba de la peor crisis económica de los tiempos modernos.
Si deseamos evitar ese tipo de hecatombe mientras cumplimos con los objetivos de emisiones con base científica, la reducción del carbono debe gestionarse cuidadosamente mediante lo que Anderson y Bows describen como «estrategias de decrecimiento radicales e inmediatas en los EE UU, la UE y otros países ricos». Perfecto, si no fuera por el hecho de que tenemos un sistema económico que idolatra el crecimiento del PIB sobre cualquier otra cosa –sin tener en cuenta las consecuencias humanas o ecológicas–, y al que la clase política neoliberal ha cedido completamente su obligación de gestionar cualquier cosa (puesto que el mercado es el genio invisible al que se le debe confiar todo).
De modo que a lo que realmente apuntan Anderson y Bows es a que todavía estamos a tiempo de evitar un calentamiento catastrófico, pero no si seguimos las reglas del capitalismo como están establecidas actualmente. Lo cual puede que sea el mejor argumento del que jamás hemos dispuesto para cambiar esas reglas.
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En un ensayo de 2012 que apareció en la influyente revista científica Nature Climate Change, Anderson y Bows lanzaron una especie de desafío acusando a muchos de sus colegas científicos de no sincerarse sobre el tipo de alteraciones que el cambio climático exige de la humanidad. Merece la pena citarles en detalle sobre el tema:
… al desarrollar escenarios de emisiones, los científicos minimizan continuamente y sobremanera las implicaciones de sus análisis. Cuando se trata de evitar un aumento de temperatura de 2 °C, la palabra «imposible» se traduce como «difícil pero factible», mientras que «urgente y radical» se presenta como «desafiante»; todo ello para apaciguar al dios de la economía (o, más bien, de las finanzas). Por ejemplo, para evitar exceder el índice máximo de reducción de emisiones dictaminado por los economistas, se asumen picos «increíblemente» tempranos en las emisiones, junto con ingenuas nociones sobre la «gran» ingeniería y los índices de utilización de infraestructuras con bajas emisiones de carbono. Y lo que es aún más inquietante, según van menguando los presupuestos de emisiones, se propone cada vez más la geoingeniería para asegurar que no se cuestione el dictado de los economistas.
Es decir, para que parezca razonable dentro de los círculos económicos neoliberales, los científicos han restado excesiva importancia a las implicaciones de sus investigaciones. En agosto de 2013, Anderson quiso ser más terminante todavía y escribió que el barco había navegado sobre la idea de cambio paulatino. «Quizás cuando se celebró la Cumbre de la Tierra de 1992, o incluso con el cambio de milenio, se podrían haber conseguido niveles de mitigación de 2 °C mediante importantes cambios evolutivos dentro de la hegemonía política y económica. ¡Pero el cambio climático es un problema acumulativo! Ahora, en 2013, los que estamos en países (pos)industriales con altas emisiones nos enfrentamos a un futuro muy diferente. Nuestro derroche actual y colectivo de carbono ha hecho desaparecer cualquier oportunidad para el ‘cambio evolutivo’ que nos permitía nuestro anterior (y mayor) presupuesto de carbono de 2 °C. En la actualidad, después de dos décadas de engaños y mentiras, el presupuesto que queda de los 2 °C exige un cambio revolucionario de parte de la hegemonía política y económica» (su énfasis).
Probablemente no debería sorprendernos que algunos científicos del clima estén un poco asustados por las implicaciones radicales incluso de sus propias investigaciones. En su mayoría solo estaban haciendo su trabajo midiendo tranquilamente los núcleos helados, operando modelos de clima global y estudiando la acidificación del océano, pero, como explica el experto en clima y autor australiano Clive Hamilton, terminaron descubriendo que, «sin querer, estaban desestabilizando el orden político y social».
Pero hay mucha gente que es consciente de la naturaleza revolucionaria de la ciencia del clima. Razón por la cual algunos gobiernos que decidieron abandonar sus compromisos climáticos en favor de desenterrar más carbono han tenido que encontrar modos cada vez más mezquinos de silenciar e intimidar a los científicos de su país. En Gran Bretaña esta estrategia es cada vez más patente, por ejemplo con Ian Boyd, consejero científico jefe del Departamento de Medioambiente, Alimentación y Asuntos Rurales, quien ha escrito recientemente que los científicos deberían evitar «sugerir si las políticas son adecuadas o no» y que deberían expresar sus opiniones «trabajando con asesores adscritos (como yo mismo), y siendo la voz de la razón en el espacio público, en vez de la del disentimiento».
Si quieres saber adónde lleva todo esto, echa un vistazo a lo que está ocurriendo en Canadá, donde vivo yo. El gobierno conservador de Stephen Harper ha amordazado a los científicos y acallado los proyectos de investigación críticos de manera tan eficaz que, en julio de 2012, unos dos mil científicos y partidarios llevaron a cabo un funeral fingido fuera del Parlamento en Ottawa, lamentando «la muerte de la evidencia». Sus pancartas decían: «Sin Ciencia No Hay Evidencia Ni Verdad».
Pero la verdad está saliendo a la luz de todos modos. El hecho de que la búsqueda de beneficios y crecimiento como si nada ocurriera esté desestabilizando la vida en la tierra es algo que ya no necesitamos leer en las revistas científicas. Las primeras señales ya están apareciendo ante nuestros ojos. Un creciente número de personas está respondiendo en consecuencia: bloqueando el fracking en Balcombe; interfiriendo en los preparativos de perforación en aguas árticas rusas (lo que conlleva un tremendo coste humano); llevando a los operadores de arenas bituminosas ante los tribunales por violar la soberanía indígena; y muchísimos otros actos de resistencia, grandes y pequeños. Según el modelo informático de Brad Werner, esta es la «fricción» necesaria para ralentizar las fuerzas de desestabilización; el gran activista climático Bill McKibben lo llama el levantamiento de los «anticuerpos» para luchar contra los «picos febriles» del planeta.
No es una revolución, pero sí es un comienzo. Y debería darnos tiempo suficiente para encontrar una forma marcadamente menos jodida de vivir en este planeta.
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- Texto traducido por Rocío del Amo, editado por Susa Oñate
- Artículo original publicado en The New Statesman
- Imagen de portada de Alexander Savin