El cambio climático: contexto general
Charles Eisenstein es el autor de The More Beautiful World Our Hearts Know is Possible (Ese mundo más bello que nuestros corazones saben que es posible), publicado por North Atlantic Books. En este artículo cuestiona nuestra obsesión por el cambio climático a costa de cualquier otro valor.
He notado ciertos paralelismos en tres instituciones esenciales de nuestra civilización: el dinero, la guerra y la religión mayoritaria. Todas ellas exigen de una u otra manera el sacrificio de lo inmediato, lo humano o lo personal por un fin global y ulterior que se impone a todo. Esclavas de exigencias económicas, millones de personas sacrifican tiempo, energía, familia y todo aquello que les es importante por dinero. Esclavo de una amenaza existencial, cualquier país en guerra vuelve la espalda a la cultura, el ocio, las libertades civiles y todo lo que no resulta útil para la guerra. Esclavo de la promesa de recompensas celestiales o castigos infernales, el creyente se aleja de las insignificantes cuestiones terrenales.
Cualquiera que desconfíe de estas instituciones podría también desconfiar del típico discurso del cambio climático que se presta a la misma mentalidad de sacrificio ante una finalidad de suma importancia. Si estamos de acuerdo en que lo que está en juego es la supervivencia de la humanidad, entonces cualquier medio podrá justificarse y cualquier otra causa (como, por ejemplo, reformar las prisiones, acoger a las personas sin hogar, cuidar a las personas autistas, rescatar animales maltratados o visitar a tu abuela) se puede convertir en una distracción injustificable de lo único que es verdaderamente importante. Llevado a este extremo, es necesario que hagamos de tripas corazón frente a las necesidades que se nos presentan. ¡No hay tiempo que perder! ¡Todo está en peligro! ¡Es cuestión de vida o muerte! Qué parecido a la lógica del dinero y a la lógica de la guerra.
El hecho de que la alarma sobre el cambio climático se encuentre tan cómodamente arraigada en la familiar forma de pensar de nuestra civilización debería hacernos reflexionar. Esto no quiere decir que el cambio climático no sea peligroso o que no sean los humanos quienes lo causan, pero sí se insinúa con ello que la manera en la que enfocamos el problema puede estar afianzando la infraestructura psíquica e ideológica del sistema que está devorando el planeta. Esto es especialmente importante, dado el acuerdo casi universal entre activistas de que los intentos por limitar las emisiones de carbono han fracasado estrepitosamente.
Este fracaso no se debe a que el movimiento sea demasiado radical y necesite “colaborar más de cerca con las empresas” o adoptar el contrasentido del “crecimiento sostenible”. Se trata más bien de que no es lo suficientemente radical y todavía no está dispuesto a cuestionar los discursos clave que mueven nuestra civilización. Al contrario, el movimiento mismo los encarna a todos.
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«Si estamos de acuerdo en que lo que está en juego es la supervivencia de la humanidad, entonces cualquier medio podrá justificarse y cualquier otra causa (como, por ejemplo, reformar las prisiones, acoger a las personas sin hogar, cuidar a las personas autistas, rescatar animales maltratados o visitar a tu abuela) se puede convertir en una distracción injustificable de lo único que es verdaderamente importante.»
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Hay algo que tanto la guerra como el dinero y la religión hacen: simplificar los problemas complejos. En el caso de la guerra, existe un enemigo identificable (la fuente de todo mal) y la solución es simple: vencer a ese enemigo a toda costa. En el caso del dinero, este invita a subsumir valores diversos bajo un único valor estándar. El dinero se convierte en el medio universal para conseguir todo lo bueno y, por lo tanto, su búsqueda es un objetivo universal en sí mismo. “Si tuviéramos suficiente dinero, todos nuestros problemas se resolverían”. También en la religión una sola cosa resulta ser la clave de todo.
Según este esquema, los gases de efecto invernadero son el enemigo, y la solución, la forma de “luchar contra el cambio climático” o “combatir el calentamiento global” –ambas expresiones habituales–, es reducir las emisiones (o aumentar su captura). Así, y utilizando la metáfora del dinero, las emisiones de CO2 se convierten en el patrón de valor, un número que hay que disminuir, una medida en la cual se fundamentan las políticas. Este enfoque también se encuentra cómodamente arraigado en nuestra cultura: el basarse en las cifras a la hora de tomar decisiones es el epítome de la racionalidad. Para decidir algo de forma científica, se recopilan datos, se realizan pronósticos y se valoran los posibles resultados de acuerdo con un valor numérico. Todo esto origina tres problemas: (1) la inevitable devaluación de lo inmensurable y lo cualitativo, (2) el valor numérico aplicado codifica y perpetúa los prejuicios y las relaciones de poder existentes, que ya de por sí implican ecocidio, y (3) alienta el engaño de la previsibilidad y el control que a su vez ocultan la probabilidad de que ocurran absurdas consecuencias imprevistas.
Para abordar el problema, consideremos el proyecto Tehri Dam en el río indio Bhilangana, proyecto que dejó sumergidos ecosistemas inmaculados y antiquísimas granjas y desplazó a cien mil lugareños. Se llevó a cabo por contribuir a la reducción de gases de efecto invernadero y se ha convertido en una de las muchas presas que motivaron la creación del comercio de créditos por emisión de carbono. Al menos en apariencia, ha conseguido un objetivo cuantificable, pero… ¿y los lugareños desplazados? Según los datos concretos medidos, sus vidas mejoraron: todos ellos fueron realojados en viviendas de mayor calidad que sus hogares ancestrales en términos de metros cuadrados, fontanería y red eléctrica. Sin embargo, los seres humanos y la Naturaleza sufrieron una gran pérdida en cuanto a tradiciones perdidas, vínculos sociales cercenados, recuerdos y sabiduría abandonados y la singularidad de cada lugar sumergido. Es decir, tanto los humanos como la Naturaleza sufrieron en todo lo que no pudo medirse (problema número 1) y todo lo que se consideró que no merecía la pena medirse (problema número 2).
En cuanto al problema número 3, es discutible que la presa redujera los niveles de CO2 a largo plazo, teniendo en cuenta que las prácticas agrícolas tradicionales pueden capturar carbono bajo tierra y que es muy probable que los lugareños recién urbanizados adoptasen rápidamente un estilo de vida de un mayor consumo de carbono. Es más, la presa hidroeléctrica contribuye a la dinámica de la industrialización. Cada central eléctrica se suma a una infraestructura constantemente hambrienta. No reemplaza a las centrales de carbón sino que se suma a ellas.
Los biocombustibles y otras estrategias de reducción de CO2 se han visto abatidos con resultados igualmente dañinos. Es tentador concluir que simplemente estamos utilizando un enfoque incorrecto a la hora de combatir las emisiones de carbono. Quizás deberíamos apoyarnos en la legislación en vez de promover incentivos económicos. Sin embargo, puede que su fracaso arroje luz sobre algo más general: el problema no es el haber disminuido un número erróneamente, sino el hecho mismo de haber intentado disminuirlo.
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«Los gases de efecto invernadero son el enemigo, y la solución, la forma de “luchar contra el cambio climático” o “combatir el calentamiento global” es reducir las emisiones (o aumentar su captura). Así las emisiones de CO2 se convierten en el patrón de valor, un número que hay que disminuir, una medida en la cual se fundamentan las políticas.»
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Mi argumento en todo esto no es “ya que varios programas de reducción de gases de efecto invernadero han fallado, no deberíamos ni intentarlo”, sino que lo que propongo es que todos esos fracasos tienen algo en común: enfatizan lo global sobre lo local, lo lejano sobre lo inmediato, lo cuantificable sobre lo cualitativo. Y, para empezar, el olvidarse de esto es inherente a la mentalidad misma que ha dado lugar a la crisis. Es la mentalidad que sacrifica lo valioso, sagrado e inmediato por un objetivo lejano. Es la mentalidad del instrumentalismo, que valora otros seres y la propia Tierra en cuanto a la utilidad que les podemos sacar. Es la arrogancia de pensar que podemos predecir y controlar las consecuencias de nuestras acciones. Es la confianza en los modelos matemáticos que nos permite tomar decisiones según las cifras. Es la creencia de que podemos identificar una “causa” (una causa solo es algo y no todo) y comprender la realidad diseccionándola y aislando sus variables. Naturalmente, tomar decisiones “según las cifras” suele significar tomar decisiones dependiendo de las retribuciones económicas. ¿Hay tanta diferencia entre esto y emplear la misma mentalidad y métodos y aplicarlos a otro número?
Nos es muy fácil abordar problemas acometiendo sus causas directas de forma aislada. Porque esa también es la mentalidad de la guerra: poner fin a los crímenes disuadiendo a los responsables, eliminar el mal dominando a los malhechores, acabar con el uso indebido de las drogas mediante su prohibición, impedir el terrorismo eliminando a los terroristas. Pero el mundo es algo mucho más complejo. Tal y como nos han demostrado las guerras contra la delincuencia, contra las drogas, contra las malas hierbas, contra el terrorismo y contra los gérmenes, sus causas no suelen ser lineales. Es posible que la delincuencia, las drogas, las malas hierbas, el terrorismo y los gérmenes sean síntomas de una disonancia sistémica más profunda. Un suelo pobre atrae malas hierbas, y un cuerpo maltrecho ofrece un ambiente salubre para las bacterias. La pobreza engendra delincuencia. El imperialismo genera resistencia violenta. La alienación provoca desesperanza, pérdida de sentido, y la desintegración de la comunidad favorece la drogadicción.
Lo mismo ocurre con el cambio climático.
La Tierra es un sistema vivo complejo cuyo mantenimiento homeostático depende de la interacción dinámica de los subsistemas vivos y no vivos. Sospecho que la mayor amenaza no son los gases de efecto invernadero sino la pérdida de bosques, humedales y ecosistemas marinos. La vida mantiene la vida. Cuando estas relaciones homeostáticas se vienen abajo los resultados son impredecibles: calentamiento global quizás, o enfriamiento global o los virajes cada vez más inestables de un sistema fuera de control. Esta es la amenaza a la que nos enfrentamos y, debido a su carácter multifactorial y no lineal, no puede abordarse con estrategias lineales de reducción de emisiones de CO2. Sí, deberíamos reducir las emisiones directas de CO2 (la pérdida del equilibrio homeostático empeora al aumentar el rendimiento energético en una estructura disipativa) pero primero se debe hacer hincapié en la salud a todos los niveles de los sistemas humano y natural, incluyendo el ámbito local y el personal.
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Igual que ocurre con el terrorismo, las drogas o los gérmenes, si tomamos medidas contra la causa probable sin abordar la realidad subyacente, los síntomas volverán a aparecer y de forma más agresiva. Igualmente, cuando tomamos decisiones basándonos en cifras, lo que no se mide, el “otro” excluido, volverá para atormentarnos.
¿Qué ocurriría si volviésemos a valorar lo local, lo inmediato, lo cualitativo, lo vivo y lo hermoso? Seguiríamos oponiéndonos a casi todo lo que los activistas contra el cambio climático se oponen, pero por razones distintas: a la extracción de petróleo en arenas de alquitrán porque acaba con los bosques y arruina el medioambiente; a la eliminación de las cimas de las montañas porque arrasa con los montes sagrados; al fracking o fractura hidráulica porque agravia y degrada la calidad del agua; a las perforaciones petrolíferas mar adentro porque los vertidos de crudo envenenan la fauna silvestre; a la construcción de carreteras porque corta la tierra, provoca la muerte de animales, contribuye a la suburbanización y a la destrucción del hábitat y acelera la desintegración de la comunidad. Por otro lado, también se pueden justificar muchas de las tecnologías que me parecen hermosas por razones relacionadas con el cambio climático: las prácticas agrícolas que regeneran la tierra; la restauración de bosques y humedales; casas más pequeñas en comunidades de alta densidad de población; las economías del reciclaje, la reutilización creativa y el obsequio; la cultura de la bicicleta; la jardinería doméstica, etc. Por ello, suelo tolerar los argumentos del cambio climático como un aliado útil, como una forma de legitimar cosas que desearía que la gente apoyase por lo que son. Sin embargo, tal y como ilustra el ejemplo de la presa Tehri Dam, esto es un arma de doble filo de la que debemos desconfiar por muchas razones:
- Al usar argumentos de cambio climático para oponernos al fracking, a la eliminación de las cimas de las montañas y a la extracción de petróleo en arenas de alquitrán, nos colocamos en una posición vulnerable en caso de que el calentamiento global fuera puesto en duda. Esto podría ocurrir si se produjera un cambio en la opinión científica o bien la ciencia fuera secuestrada por intereses creados. Lo más probable es que nos enfrentemos no a un calentamiento monótono sino a virajes cada vez más inestables que no se pueden atribuir convincentemente a una única causa.
- Si los partidarios del fracking o de las centrales nucleares argumentan de forma plausible que su tecnología reducirá la emisión de gases de efecto invernadero, entonces nosotros, por esa misma lógica, debemos apoyarles también. Esto es algo que ya ocurre en la actualidad: tomemos como ejemplo la campaña “Think about it” (“Piénsatelo”) que promociona los beneficios del gas natural respecto del cambio climático. No creo que los argumentos de la industria del gas puedan superar un análisis minucioso. Sin embargo, parecen lo suficientemente verosímiles como para conceder un halo pro-medioambiente al gas natural: “Es más barato. Es más patriótico. Incluso es mejor para el medio ambiente que las fuentes de energía ya existentes”. Observa la alineación natural de estos argumentos decisivos: uno basado en el dinero, otro en la competición entre países y otro en las emisiones de carbono.
- Al centrarnos en el CO2, fomentamos programas de geoingeniería potencialmente desastrosos tales como el vertido de óxido de hierro a los océanos o de ácido sulfúrico a la atmósfera. Damos a entender que una mejora tecnológica respecto de los niveles de CO2 solucionará el problema sin la necesidad de realizar un cambio esencial en nuestra relación con el planeta, y promovemos la idea de que podemos urdir una vía de escape a las consecuencias de nuestras acciones. Es como utilizar la fuerza para detener a los “terroristas” y después protegernos contra la hostilidad resultante con todavía más fuerza. Una vez más, hay aquí un paralelismo con la mentalidad de la guerra.
- El argumento típico de que el cambio climático es malo porque amenaza nuestro futuro refuerza la mentalidad del utilitarismo instrumental: la naturaleza es valiosa porque nos es útil. ¿Acaso no tienen el planeta y todos sus seres vivos valor en sí mismos? ¿O es que el mundo es simplemente un montón de trastos utilizables? Es obvio que nos interesa limitar el CO2, pero también le suele interesar a un país, empresa o individuo el limitarlo menos que sus competidores. Apelando al interés propio y al miedo consolidamos los hábitos mismos del interés propio y del miedo, y estos, seamos realistas, suelen aliarse para destruir el planeta, no para salvarlo. Nunca aumentaremos los niveles de precaución en el mundo apelando al interés propio. Tenemos que apelar al cuidado, al respeto y al amor.
- La invocación del apocalipsis climático devalúa el trabajo que goza de poca relevancia predecible con el cambio climático. Causas como la reforma del ordenamiento penal (no me atrevo a llamarlo “justicia”), la vivienda para las personas sin hogar, el fin del tráfico de personas, el fin de la escolarización coactiva y la legitimación de la medicina holística tienen, en el mejor de los casos, una relación indirecta y frágil con la salud atmosférica. De hecho, un cínico, imitando a Ebenezer Scrooge (el avaro de Charles Dickens), podría alegar que el rehabilitar a personas sin hogar empeora el cambio climático al transformarlas en miembros consumidores de la sociedad. ¿Y si dejáramos todas estas causas pendientes hasta que resolvamos el problema del cambio climático? Después de todo, ¿de qué servirán si el planeta se vuelve inhabitable? He aquí de nuevo la mentalidad del dinero y la guerra. No vivas tu vida ahora, espera a conseguir seguridad económica. Sacrifica todo en pos del esfuerzo bélico.
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«Al centrarnos en el CO2, (…) damos a entender que una mejora tecnológica respecto de los niveles de CO2 solucionará el problema sin la necesidad de realizar un cambio esencial en nuestra relación con el planeta, y promovemos la idea de que podemos urdir una vía de escape a las consecuencias de nuestras acciones. Es como utilizar la fuerza para detener a los “terroristas” y después protegernos contra la hostilidad resultante con todavía más fuerza.»
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Esta mentalidad es errónea. Los temas citados anteriormente tienen que ver totalmente con el clima, porque todo causa inestabilidad climática: cada una de las dimensiones de nuestra separación de la Tierra, la Naturaleza, el corazón, la verdad, el amor, la comunidad y la compasión. Comprendemos de forma cada vez más profunda nuestra interdependencia con la Naturaleza, y más allá de todo eso, de nuestra “inter-existencia”. Si es que realmente el yo y el mundo, la humanidad y la Naturaleza son reflejo mutuo y parte lo uno de lo otro, se deduce que la inestabilidad climática acompañará cualquier inestabilidad del clima político y social y que los desequilibrios del reino natural reflejarán los desequilibrios del reino humano. Los gases de efecto invernadero no son más que un medio (probablemente uno de los muchos de los que ni siquiera somos conscientes) por el cual se aplica este principio.
Si ignoramos este principio, la fiebre sintomática del cambio climático no hará más que empeorar aunque tomemos medidas macroscópicas para abordar sus causas aproximativas. Estas medidas serán inútiles o incluso contraproducentes (como ya han resultado ser) salvo que trabajemos en una línea que valore cada especie, cada persona, cada bosque y cada río en sí mismos y no por su utilidad instrumental. Abandonemos la guerra contra el cambio climático y valoremos de nuevo las cosas que la mentalidad de la guerra excluye. Paradójicamente, será entonces y solo entonces cuando la fiebre disminuirá y los niveles de CO2 descenderán.
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Producido por Guerrilla Translation bajo una Licencia de Producción de Pares
- Texto traducido por Lara San Mamés, editado por Susa Oñate
- Artículo original publicado en Resurgence Magazine
- Imágenes de portada y de artículo de NASA Goddard Space Flight Center