La nueva economía alimentaria colonialista

Cómo Bill Gates y los colosos del agroextractivismo están asfixiando a los pequeños agricultores de África y el Sur Global

Llevamos tiempo oyendo hablar de la lucha por la soberanía de las semillas y de su estrecha relación con la justicia climática y la inseguridad alimentaria, así que cuando nos cruzamos con esta exposición tan detallada sobre esta cuestión no nos lo pensamos dos veces: ¡había que traducirla! Este artículo de Alexander Zaitchik introduce esta nueva economía de las semillas y relata la historia de las luchas del continente africano, así como los testimonios de varias comunidades centroamericanas en su labor por cuidar y proteger las semillas criollas.

En el verano de 2023, el sistema mundial de comercio ultimó los detalles de una revolución en la agricultura africana. Según el borrador del protocolo provisional sobre derechos de propiedad intelectual, los organismos comerciales que patrocinan la Zona de Libre Comercio Continental Africana pretenden imponer a los 54 países africanos un modelo patentado y punitivo de cultivo de alimentos con el objetivo de desbancar las tradiciones y prácticas agrícolas que han perdurado en el continente durante milenios.

Uno de los objetivos principales es el reconocido derecho humano de los campesinos a guardar, compartir y cultivar semillas y cosechas según sus necesidades personales y comunitarias. Este protocolo, que permite que los derechos de propiedad de las empresas sustituyan a la gestión local de las semillas, supone el frente más reciente en la batalla mundial por el futuro de los alimentos. La nueva generación de reformas agrícolas se basa en proyectos de ley que las empresas occidentales de semillas redactaron hace más de tres décadas en Ginebra y pretende imponer sanciones legales y económicas a los agricultores de toda la Unión Africana que no adopten el uso de semillas extranjeras protegidas por patentes, incluidas las variedades de semillas autóctonas modificadas genéticamente. El resultado sería una economía de las semillas que transformaría la agricultura africana en una mina de oro para la agroindustria mundial, fomentaría los monocultivos orientados a la exportación y socavaría la capacidad de resiliencia en una época de crisis climáticas cada vez más acuciantes.

Entre los artífices de esta nueva economía de las semillas no solo se encuentran las grandes empresas de semillas y biotecnología, sino también los gobiernos que las patrocinan y una serie de organizaciones filantrópicas y sin ánimo de lucro. Desde hace algunos años, esta alianza ha trabajado astutamente para ampliar y endurecer las restricciones de propiedad intelectual en torno a las semillas (también conocida como «protección de las variedades vegetales »), amparándose en el lema político de la «agricultura climáticamente inteligente », tan de moda en estos tiempos. La amplitud de esta muletilla retórica abarca un paquete de mejoras prácticas para la producción alimentaria ligadas al clima, tras el cual se oculta un propósito mucho más intrincado y polémico: rediseñar la agricultura mundial en beneficio de la biotecnología y la agroindustria, y no a favor de los agricultores africanos o del clima.

El endurecimiento de las leyes de propiedad intelectual en las explotaciones agrícolas de toda la Unión Africana supondría una importante victoria para las fuerzas económicas mundiales, que durante las últimas tres décadas han llevado a cabo una campaña para desestabilizar las economías de semillas gestionadas por los propios campesinos y supervisar su integración forzosa en las «cadenas de valor » de la agroindustria mundial. Estos cambios amenazan los medios de subsistencia de los pequeños productores agrarios africanos y su patrimonio biogenético colectivo, que comprende una gran cantidad de cereales básicos, legumbres y otros cultivos que sus antepasados han cultivado y preservado desde los orígenes de la agricultura.

Los agricultores que entorpecen al mercado mundial en su cruzada por la estandarización y privatización de sus semillas solo tratan de proteger su derecho a la autodeterminación económica. A principios de 2023 pasé varias semanas viajando por la remota sabana del norte de Ghana y me reuní con agricultores que, en teoría, son quienes se benefician de estas semillas patentadas «mejoradas». Habida cuenta de su estación seca, que dura hasta ocho meses, y del recrudecimiento de las sequías, esta región bien podría ser el ejemplo perfecto de los programas agrícolas supuestamente impulsados por razones climáticas y humanitarias. Sin embargo, los agricultores de todas las aldeas recibieron y debatieron los detalles del nuevo régimen de semillas apoyado por Occidente con recelo, confusión y rabia.

 

Los agricultores que entorpecen al mercado mundial en su cruzada por la estandarización y privatización de sus semillas solo tratan de proteger su derecho a la autodeterminación económica.

 

Una mañana me reuní temprano con siete campesinos en un edificio municipal hecho de adobe a las afueras de Paga, una ciudad comercial cerca de la frontera de Ghana con Burkina Faso. El grupo había sido convocado por Isaac Pabia, un hombre de 45 años que desempeña el cargo de secretario nacional de la Asociación de Campesinos de Ghana . Cuando no está cuidando de sus cultivos de caupí y mandioca, Pabia recorre el país para poner al día a sus colegas agricultores sobre los cambios políticos que afectan a la pequeña agricultura, que todavía es el medio de vida más común en el África subsahariana.

Una de las prioridades de la agenda de Pabia era abordar un rumor que circulaba sobre las cláusulas de la ley de semillas de 2020. Los primeros informes indicaban que la clase política de Accra había penalizado la conservación, el reparto y el comercio de semillas entre vecinos o en los mercados locales. Según los rumores, los agricultores que compartieran semillas protegidas por patentes (un concepto tan ajeno a la mayoría de ellos como el de las mismas semillas modificadas genéticamente que las patentes protegían) podrían ir a la cárcel. Los campesinos estaban especialmente preocupados por la inminente decisión del gobierno de aprobar el cultivo de una variedad genéticamente modificada de frijol caupí , un alimento básico en la dieta de África Occidental. La pregunta que los agricultores se hacían era si la policía ghanesa podría llegar a encarcelar a los cultivadores de frijol caupí por comerciar y refinar existencias de semillas autóctonas «no reguladas».

«La ley es una realidad», explicó Pabia en el idioma local. «La redactaron las empresas para controlar cómo usamos nuestras semillas».

Entonces Pabia tomó un ejemplar de la Ley de Protección de Variedades Vegetales de Ghana  (basada en el mismo proyecto de ley que el protocolo propuesto por la Unión Africana) y, pasando al inglés, procedió a leer el artículo 60, en el que se estipulan las sanciones. «El agricultor que cometa intencionadamente un delito», leyó en voz alta y pausada, «podrá ser condenado en juicio sumario a una multa no inferior a cinco mil unidades de penalización… O a una pena de prisión no inferior a diez años ni superior a quince».

La sala se quedó en silencio mientras el grupo asimilaba estos datos. Los campesinos del noreste de Ghana llevan cultivando el caupí (una leguminosa rica en proteínas que los norteamericanos conocen como alubia carilla o alubia ojo negro) desde la Edad del Bronce. ¿Cómo se explica que, unos 5 000 años más tarde, quienes sigan cultivando esta legumbre puedan enfrentarse a 15 años de cárcel por infringir las reivindicaciones de propiedad sobre variedades de cultivo basadas en la especie original autóctona?

Esa pregunta no surgió durante el viaje  relámpago que la vicepresidenta Kamala Harris organizó a finales de marzo por Ghana, Zambia y Tanzania, la visita de mayor categoría de un alto cargo estadounidense desde que la Casa Blanca publicó su documento estratégico sobre el África subsahariana el verano anterior. Harris reafirmó en los tres países el compromiso asumido en dicho documento de luchar contra la inseguridad alimentaria e «impulsar » la producción agrícola en el continente. Es más, en una granja de Zambia, Harris anunció la concesión de 7 000 millones de dólares en inversiones público-privadas con el objetivo de introducir «nuevas tecnologías [y] enfoques innovadores en […] la industria agrícola». Según dijo, estas inversiones se llevarán a cabo mediante alianzas en las que participarán «líderes africanos, empresas africanas, empresas estadounidenses, organizaciones sin ánimo de lucro y personas dedicadas a la filantropía».

Harris no citó el nombre de estos interlocutores ni especificó qué tipo de «innovación» pretendían aportar ella y el complejo de ayuda internacional estadounidense a las explotaciones agrícolas africanas. En lugar de eso, apeló a la persuasiva imagen tecnocrática de la «agricultura climáticamente inteligente» para justificar la reestructuración profunda de la economía alimentaria de la región.

La Ley de Protección de Variedades Vegetales de Ghana es una versión doméstica de una cruzada a escala regional y mundial que pretende integrar todos los aspectos de la agricultura minifundista en el engranaje del sistema alimentario industrial. El adversario más indoblegable en esta cruzada ha sido la semilla corriente y moliente, cuya capacidad natural de reproducción la ha dotado de una resistencia única al control patentado. Desde la década de 1980, la industria agroalimentaria, sus gobiernos benefactores y sus aliados en el ámbito de la megafilantropía han atacado esta resistencia como si se tratara de un tumor, sirviéndose de leyes nacionales y amenazas para presionar a los gobiernos de todo el Sur Global para que introduzcan híbridos de semillas protegidos por patentes y organismos modificados genéticamente (conocidos también como transgénicos). El principal beneficiario de este plan es el oligopolio que controla la mitad del mercado mundial de semillas y el 75 % del mercado mundial de productos agroquímicos, que está formado por cuatro empresas: Bayer (antes Monsanto), Corteva (antes DowDuPont), BASF y Syngenta, una empresa filial de ChemChina.

Desde el inicio de la Revolución Verde  en los años sesenta, los agrónomos partidarios del desarrollo han venido proclamando que la agricultura intensiva en productos químicos y capital es la panacea contra el hambre en el mundo. Sin embargo, el argumento concreto que han esgrimido para justificar la sustitución de las variedades de semillas cultivadas por los campesinos por versiones patentadas desarrolladas en laboratorios extranjeros ha ido cambiando a lo largo de las décadas. Hoy en día, la cuestión se centra en la supuesta preocupación por la «seguridad alimentaria » en plena crisis climática. Los gobiernos occidentales, encabezados por Estados Unidos, suelen recurrir a este vocabulario cuando abogan por la «mejora» de las semillas en países como Ghana, que en el verano de 2022 se convirtió en una de las cerca de media docena de naciones del África subsahariana que  permiten la venta de transgénicos, junto con Sudáfrica, Etiopía, Nigeria, Burkina Faso y Kenia.

«No podemos aceptar esta ley», afirma Faustina Banakwoyem, una agricultora de 35 años que se dedica a cultivar soja y pimientos, y que es también la única mujer del grupo Paga. «Las empresas intentarán engatusarnos diciendo que sus semillas son “mejores”. Así es como pasaremos a depender de unas semillas que no podemos volver a plantar. Nuestras semillas proceden de esta tierra. Decir qué semillas podemos usar y cómo usarlas es colonialismo».

«Las empresas han cambiado nuestra cultura alimentaria. Ahora se valen de amenazas para cambiar nuestra cultura agrícola», señala Joseph Karimenga, un agricultor de 30 años que cultiva pimientos, cebollas y maíz. «Si reemplazamos las semillas tradicionales por semillas extranjeras que no se pueden volver a plantar, ¿qué pasa entonces si las semillas nuevas no llegan? ¿O si la gente tiene miedo de compartir semillas con sus vecinos? Es un atentado contra nuestra supervivencia».

Los planes de protección limitada de patentes de las plantas comenzaron en la década de 1930 y desde entonces las reivindicaciones de propiedad intelectual se han extendido a todos los organismos vivos. No obstante, hasta hace poco estas reivindicaciones no tenían ningún sentido fuera de Estados Unidos y un puñado de países europeos. La crisis internacional de la deuda que se produjo en la década de 1980 permitió que Washington supeditara la concesión de ayudas y préstamos a la desinversión estatal en agricultura, lo que allanó el camino para que la agroindustria occidental penetrara en los mercados de África y otras regiones. Estos mismos países protagonizaron el proyecto de globalización de las patentes occidentales a través de la Organización Mundial del Comercio, una entidad que, desde su fundación en 1995, exigía a sus países miembros (cumplir con) «la protección de las variedades vegetales, ya fuera mediante patentes, un sistema sui géneris eficaz o una combinación de ambos».

Las empresas agroalimentarias dotadas de departamentos de biotecnología tenían especial interés en afianzarse en África, donde la prensa definía al sector agrícola como «la última gran frontera », estimando su valor en billones de dólares. Las empresas se aliaron con los gobiernos occidentales para entablar colaboraciones público-privadas con el fin de introducir sus semillas y productos agroquímicos entre los agricultores africanos. La más importante de estas colaboraciones fue la Alianza de Semillas de África Occidental (WASA, por sus siglas en inglés), un proyecto conjunto de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) y de grandes empresas agroalimentarias como Monsanto y DuPont Pioneer. Estas empresas trabajaron codo con codo con los gobiernos a fin de «transformar la agricultura de África Occidental» mediante un mayor acceso a «variedades mejoradas de semillas, fertilizantes y productos de protección de cultivos», según datos del principal contratista de USAID en el programa, un grupo de ayuda afín a la industria llamado Cultivating New Frontiers in Agriculture  (Cultivando Nuevas Fronteras en la Agricultura).

Sin embargo, las empresas se toparon con un escollo, y es que a mediados y a finales de los años 90, la preocupación por los posibles efectos perjudiciales de los transgénicos sobre la salud y el medio ambiente desencadenó un contramovimiento social cada vez mayor que pretendía frenar su expansión. En el Sur Global, este movimiento adoptó un nuevo discurso, el de los «derechos de los agricultores», frente al cada vez más estridente discurso del Norte sobre los «derechos de los fitogenetistas o cultivadores de plantas mejoradas». Los grupos que se resistían a la imposición vertical de las semillas transgénicas y de la agricultura intensiva de alta productividad se agruparon en La Vía Campesina , una red internacional que nació en el año 1993 con el fin de reivindicar «el derecho de los pueblos a decidir sus propios sistemas alimentarios y agrícolas». Así surgió el concepto de «soberanía alimentaria», de la mano de un movimiento que defiende la causa ante la agenda globalizadora de la Organización Mundial del Comercio. «Desde el momento en que el Acuerdo de la OMC sobre los ADPIC [Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio] exigió algún tipo de privatización de las semillas, una espada de Damocles empezó a pender sobre las cabezas de muchas personas y las obligó a buscar la manera de hacerle frente», afirma Renée Vellvé, una de las activistas cuyo trabajo preparó el camino para la fundación de La Vía Campesina.

 

Así surgió el concepto de «soberanía alimentaria», de la mano de un movimiento que defiende la causa ante la agenda globalizadora de la Organización Mundial del Comercio.

 

Los movimientos en defensa de la soberanía alimentaria y de las semillas que brotaron a raíz de esto cosecharon un gran triunfo en el año 2003 con la firma del Protocolo de Cartagena sobre Seguridad de la Biotecnología . Este acuerdo es un apéndice del Convenio de las Naciones Unidas sobre la Diversidad Biológica y conminaba a las naciones signatarias que adoptaran leyes de bioseguridad y organismos reguladores para supervisar las pruebas, la producción y la venta de cultivos modificados genéticamente. El protocolo detuvo de inmediato la fiebre por una Revolución Verde transgénica en África.

«Si no fuera por el protocolo, se habría librado una auténtica batalla campal para apropiarse de los principales cultivos básicos de África y otros lugares», afirmó Mariam Mayet, la directora ejecutiva del Centro Africano para la Biodiversidad . «Las empresas habrían registrado los organismos genéticamente modificados bajo el amparo de las leyes para las semillas convencionales. No se habría hablado de bioseguridad ni se habría establecido ninguna normativa. El protocolo no les convenía porque era un indicio de que los transgénicos son intrusos y comportan riesgos».

La alianza a favor de los organismos modificados genéticamente se percató de que iba a necesitar una mejor estrategia de promoción para la etapa posterior al protocolo de Cartagena. Enseguida aparecieron nuevos grupos de entidades donantes afines a la industria, dispuestos a despejar los obstáculos legales y persuadir personalmente a los funcionarios, científicos y autoridades reguladoras africanas (aunque sin llegar a los propios agricultores). La Fundación Rockefeller había promovido formas más rudimentarias de este tipo de alianzas durante la Revolución Verde de mediados del siglo XX (una época más propicia para el despliegue quirúrgico de la ayuda y los conocimientos estadounidenses en el Sur Global), y ahora estaba actualizando las reglas del juego. En el año 2001, las autoridades de Rockefeller se reunieron con ejecutivos de las cinco principales empresas proveedoras de semillas, entre las que se encontraban DuPont Pioneer, Monsanto y DowAgro. De esta reunión nació la Fundación Africana de Tecnología Agrícola (AATF, por sus siglas en inglés), que desempeñó un papel similar al de la Alianza de Semillas de África Occidental, aunque su enfoque iba más dirigido a los agrónomos e investigadores africanos que a los políticos. «La AATF se concibió con el propósito de forjar alianzas entre las empresas de biotecnología y los científicos africanos», explica Joeva Sean Rock, antropóloga de la Universidad de Cambridge que estudia la política agrícola de África Occidental.

Poco después de su fundación, la AATF atrajo la atención y la generosidad de un nuevo y ambicioso protagonista de la escena filantrópica mundial: la Fundación Bill y Melinda Gates. Habiendo respaldado anteriormente iniciativas neoliberales de política interna como la privatización de las escuelas en Estados Unidos, la fundación se hallaba en pleno proceso de consolidación de una nueva imagen como donante de fondos benéficos en África, financiando campañas contra la malaria y otras acciones de salud pública. En el año 2007, las fundaciones Gates y Rockefeller se unieron para poner en marcha la Alianza para una Revolución Verde en África  (AGRA), cuyo objetivo era acelerar la transformación jurídica y política que buscaban la AATF y la WASA, un proyecto que describían como «un imperativo económico y moral».

Ese imperativo era de todo menos evidente para los pequeños campesinos del Sur Global. Poco después de que Gates pusiera en marcha AGRA, más de 500 representantes del sector de las semillas y de la soberanía alimentaria se reunieron en Sélingué (Mali) para participar en Nyéléni , un foro convocado por La Vía Campesina. La reunión supuso la maduración de un movimiento que ya iba «claramente por buen camino», según declaró Renée Vellvé como miembro de GRAIN , una alianza internacional de pequeños agricultores precursora de La Vía Campesina. «Nyéléni congregó a organizaciones de campesinos, pescadores, pueblos indígenas y trabajadores del sector alimentario para definir la “soberanía alimentaria” y formular estrategias al respecto». Al año siguiente, 200 grupos africanos organizaron la Alianza por la Soberanía Alimentaria en África  (AFSA). Estos grupos representaban a 200 millones de pequeños agricultores y su objetivo era hacer frente al sistema alimentario químico-industrial promovido por AGRA. GRAIN acusó a esta organización de «imponer a los pequeños agricultores un sistema agrícola químico y de semillas controlado por las empresas, apropiarse de las variedades de semillas autóctonas de África, debilitar la abundante y compleja biodiversidad africana y desvirtuar la soberanía alimentaria y de semillas.»

Protegidos por las entidades donantes industriales, hubo más gobiernos africanos que establecieron unos marcos reguladores básicos para la introducción de los organismos modificados genéticamente. A mediados de la década de 2010, las empresas competían por solicitar los primeros permisos de ensayo para cultivar variedades modificadas genéticamente de productos básicos regionales como el frijol caupí y el sorgo, y de productos básicos a escala mundial como el maíz y el algodón. Los agricultores de Ghana empezaron a recibir noticias preocupantes de países vecinos que habían acelerado la aprobación de los OMG. Al norte, los algodoneros de Burkina Faso se lamentaban  de que las fibras de las semillas de algodón modificado genéticamente con patente de Monsanto eran más cortas. Al este, los agricultores nigerianos estaban consternados por la (baja) calidad de una variedad de frijol caupí que se suponía resistente a las plagas y que había sido modificada artificialmente para generar unos niveles elevados de Bacillus thuringiensis, una bacteria edáfica.

«Decían que el sabor del frijol caupí transgénico no es tan bueno, que tarda más en hervir y que no se pega al hacer moi moi [un plato tradicional de frijol caupí]», explica Joseph Karimenga, un agricultor de frijol caupí de Paga. «Cuando empezaron a aparecer cargamentos de caupí en el mercado negro de Ghana, nos dimos cuenta de que todo lo que decían era cierto».

Haciendo oídos sordos a los temores de los pequeños agricultores, el afán por diseminar los OMG por toda África se vio potenciado por una iniciativa del G8, la llamada Nueva Alianza para la Seguridad Alimentaria y la Nutrición . Esta estrategia, adoptada en el año 2012, vinculó a 10 países africanos con agencias de cooperación y empresas occidentales como Monsanto, Syngenta y Yara, el coloso noruego de los fertilizantes.

Mientras tanto, AGRA desplegó su ofensiva de encantos entre las autoridades africanas y los inversores mundiales. A estos últimos los engatusó con el eslogan extraoficial de la Dra. Agnes Kalibata, que presidió AGRA durante muchos años y a quien le gustaba decir al público: «Venid por la seguridad alimentaria, pero quedaos por las oportunidades económicas».

Este tipo de llamamientos carecían de valor para los pequeños agricultores, quienes constituyen más del 60 %  de la población del África subsahariana. En Ghana, la oposición de la población derrotó en el año 2013 una propuesta de ley de bioseguridad que habría permitido la experimentación con transgénicos, así como el primer intento de aprobar una ley represiva en materia de semillas. «Educamos y concienciamos a la ciudadanía sobre las leyes recurriendo a las autoridades tradicionales, los jefes, que tienen más legitimidad y despiertan más lealtad que los miembros del Parlamento de Accra», explica Willie Laate, el subdirector ejecutivo del Centro para el Conocimiento Indígena y el Desarrollo Organizativo de Ghana .

Además, los jefes resultaron ejercer más influencia que el máximo exponente de la Revolución Verde en aquel momento, el presidente estadounidense Barack Obama. En varias de sus visitas a África, Obama explicó a la población los beneficios  de los OMG en el marco de los encuentros promocionales de Feed the Future  (Alimentar el futuro), un proyecto agrícola que se complementaba con la campaña de su administración, titulada Doing Business in Africa (Haciendo negocios en África).

Fuseini Bugbono, un agricultor de 64 años que cultiva frijol caupí y mandioca en el distrito de Gundoug Nabdam, al norte de Ghana, se ríe al recordar las incursiones de Obama en la agricultura africana. «Obama vino diciendo que los transgénicos son buenos, ¡pero su familia tenía un huerto ecológico detrás de la Casa Blanca!», recuerda. «Todos los líderes occidentales son como cazadores que utilizan veneno para cazar. Ellos no se comen esa carne. La venden».

A comienzos del segundo mandato de Obama, la alianza para industrializar la agricultura africana había redoblado sus esfuerzos en materia de relaciones públicas, gracias en gran parte al dinero y la dirección estratégica de su líder de facto, Bill Gates. Entre las nuevas iniciativas de promoción y propaganda del grupo destacaba un programa de telerrealidad sobre agricultura en la televisión ghanesa que AGRA produjo entre los años 2015 y 2017. Cada episodio presentaba a agricultores agradecidos que recibían formación de expertos sobre la superioridad de la producción y las prácticas «modernas». Según un estudio de Joeva Sean Rock, una antropóloga de Cambridge, más de la mitad de los programas se dedicaron a la promoción de las semillas «mejoradas» que se habían cultivado y patentado en el extranjero.

Los mayores proyectos de comunicación financiados por Gates son independientes de AGRA. El Foro Africano sobre Biotecnología en África  (OFAB, por sus siglas en inglés) imparte seminarios para científicos, agricultores y diversas personas influyentes en aquellos Estados africanos donde aún no se ha aprobado la legislación pertinente. El año pasado, la delegación de Ghana organizó un taller con altos cargos de la religión musulmana para explicar por qué el caupí transgénico era halal. La iniciativa Alliance for Science (Alianza por la Ciencia), ubicada en la Universidad de Cornell, funciona de forma similar y colabora con estudiantes de posgrado, científicos y periodistas de países africanos en conflicto. Como ocurre con el OFAB, la Fundación Gates es la principal entidad financiadora de este proyecto, con una aportación de 22 millones de dólares. Gran parte de ese desembolso se destina a financiar un programa de becas que reúne a jóvenes influyentes en el campus de Cornell, en Ithaca, Nueva York, para disfrutar de estancias de tres meses con todos los gastos pagados. El objetivo de este programa es «capacitar a líderes internacionales emergentes» para que defiendan «el acceso a la innovación científica en sus países de origen» y desarrollen técnicas de «comunicación eficaz en torno a la biotecnología agrícola».

 

 

Hace aproximadamente nueve mil años, los campesinos mesoamericanos cultivaron las primeras mazorcas de maíz a partir de una hierba silvestre que crecía abundantemente en los valles fluviales del centro de México. Por la misma época que los agricultores africanos empezaban a cultivar el frijol caupí, los agricultores del sur, en lo que hoy es Guatemala y Honduras, siguieron sus pasos y desarrollaron otras variedades de maíz. Estos antiguos productores de cultivos no sabían de la existencia de los otros, pero sus descendientes se han reagrupado en un movimiento mundial en defensa de la conservación genética de su herencia agrícola.

Esta lucha ha llegado a los rincones más recónditos de la vasta «región de origen» del maíz, como Concepción de María, un pueblo situado en lo alto de las montañas de Honduras, cerca de la frontera que el país tiene con Nicaragua al suroeste. La mayoría de los habitantes de esta aldea son indígenas o mestizos descendientes de los primeros cultivadores de maíz. Subsisten a duras penas gracias a sus minúsculas parcelas en las laderas de las montañas que contemplan valles fértiles y de regadío. Estas tierras están dedicadas a cultivos básicos y son propiedad de terratenientes como Porfirio Lobo Sosa, el expresidente hondureño corrupto que en el año 2012 firmó la tan denostada ley de semillas de su país.

Cuesta arriba, desde la plaza del pueblo, hay un camino de tierra que conduce hasta la oficina de la Asociación de Comités Ecológicos del sur de Honduras. Durante una década, y a medida que la batalla contra la ley de semillas iba cobrando intensidad, esta infraestructura con tejado de chapa hizo las veces de cuartel de guerra donde un enjuto agricultor llamado Feliciano Castillo Ávila lideraba la resistencia local contra la ley. Ávila, que ahora tiene 58 años, rememora las protestas con un periodista y, aunque suele ser campechano y de broma fácil, su semblante se vuelve sombrío y serio al oír hablar de lo que siempre recordará como «la ley Monsanto». (En el año 2018, el conglomerado alemán Bayer pagó 63 000 millones de dólares por Monsanto y sus activos científicos).

«La ley atacó nuestro patrimonio, nuestro derecho a alimentarnos», sentenció Ávila. A continuación, abrió un cajón del escritorio y tomó un sobre de papel manila con las palabras «LEY UPOV» escritas, en referencia a la ONG con sede en Ginebra que, controlada por la industria, elabora modelos de leyes para la «protección de las obtenciones vegetales» en los países del sur. El dossier de Ávila contenía una copia impresa, doblada y manchada de tierra, de la Ley de Protección de las Obtenciones Vegetales de Honduras del año 2012. Hojeó algunas páginas y me entregó el documento.

«Artículo 51», me dijo.

Al igual que con el artículo 60 de la ley de semillas de Ghana, esa era la parte que los agricultores hondureños conocían mejor, pues ahí se enumeraban las sanciones penales impuestas por la vulneración de semillas patentadas, ya fuera por venderlas, compartirlas o por un «proceso de invención no autorizado» derivado de una contaminación accidental. A diferencia de la ley de semillas de Ghana, la legislación hondureña de la UPOV no hacía alusión directa a la cárcel. Sin embargo, Ávila entendió las multas estipuladas (hasta «10 000 días de salario» o 27 años de rentas agrícolas de subsistencia) como una herramienta para conseguir algo aún peor: la expropiación.

«La imposición de multas cuantiosas es una táctica para despojar a los agricultores de sus tierras», afirma. «Preferiríamos ir a la cárcel antes que vender nuestras granjas. En la cárcel al menos comes tres veces al día».

 

«Preferiríamos ir a la cárcel antes que vender nuestras granjas. En la cárcel al menos comes tres veces al día».

 

Los medios de comunicación nacionales no se hicieron eco de la ley, por lo que Ávila no llegó a comprender la gravedad de su lenguaje draconiano ni sus intenciones hasta que se puso en contacto con un colectivo de agricultores de Colombia. «Los colombianos nos invitaron a una reunión y nos advirtieron: “O detenéis esta ley o acabaréis gravemente perjudicados”», explica Ávila. «También tenían experiencia con las semillas transgénicas y nos explicaron que no se reproducen del mismo modo que nuestras semillas campesinas».

A su regreso a Honduras, Ávila organizó una reunión en las montañas a la que acudieron cinco mil campesinos y en la que redactaron un documento rechazando los transgénicos y a la Ley de Protección de Variedades Vegetales. «Nos alzamos y nos negamos a reconocer la ley», cuenta Ávila. «Presentamos demandas judiciales. Creamos bancos de semillas para garantizar que nuestras semillas siempre fueran accesibles para las comunidades».

En otoño de 2021, la Corte Suprema de Honduras derogó la ley de semillas en una decisión que citaba los derechos de los agricultores contemplados en la Constitución nacional y en la Declaración de la ONU sobre los Derechos de los Campesinos , adoptada en 2018. Ese documento es una declaración no vinculante que destina un artículo a reafirmar el derecho humano de los campesinos a gestionar las semillas por encima de las pretensiones de los acuerdos comerciales y las leyes de patentes. Se adoptó siguiendo unas directrices norte/sur estrictas y la mayoría de los países del G8 se opusieron enérgicamente.

En el año 2014 Guatemala fue el escenario de una versión más sangrienta de la experiencia hondureña y es que una ley de semillas similar desató la ira del movimiento agrario de izquierdas, un colectivo curtido en mil batallas y muy bien organizado. Los agricultores guatemaltecos paralizaron el país durante 10 días, cortando una de las principales autopistas y concentrándose en ciudades y pueblos de todo su territorio. «Los campesinos comprendieron la gravedad de la situación y pusieron en un brete al gobierno y a las empresas», explica Inés Cuj, la directora del Instituto Mesoamericano de Permacultura, una instalación que combina un centro de educación política y una granja orgánica a orillas del idílico lago de Atitlán, al oeste de Guatemala.

Cuj conserva un pequeño homenaje a estas protestas en el banco de semillas de su instituto. Una de sus paredes está repleta de vasijas de barro donde se almacena el patrimonio semillero de la región (que incluye docenas de variedades de maíz rojo, negro y blanco) y ha colgado una foto en la que aparece un grupo de mujeres indígenas mayas diminutas y de aspecto feroz. Ataviadas con blusas rosas y tocados tradicionales, las mujeres se enfrentan, junto a sus hijos, a una hilera de policías antidisturbios armados y con las porras en alto.

«Estas mujeres rechazaron el argumento del gobierno de que lo único que quieren las empresas es “mejorar” nuestras semillas, puesto que nuestras semillas no necesitan mejoras», afirmó Cuj. «Nuestros antepasados las fortalecieron durante miles de años. Quieren hacernos dependientes de unas semillas que hay que comprar cada año y que no se reproducen. ¿Habéis probado a utilizar las semillas de maíz transgénico? La planta sale deforme. Crece a medias y después se muere».

 

La Fundación Bill y Melinda Gates es, con diferencia, la entidad que financia más iniciativas para transformar la agricultura africana. Con un patrimonio neto de 63 000 millones de dólares, la fundación llega a la mayoría de los países africanos con un prestigio igual o superior al de muchos jefes de Estado, por no hablar de los directores ejecutivos, los directores de agencias de cooperación y otros cargos de fundaciones.

Haciendo honor a su papel de organismo fundador, el grupo Gates es la entidad que más fondos aporta a AGRA. Desde el año 2006 ha destinado más de 650 millones de dólares al presupuesto total de la agencia, que asciende a 1 000 millones. (Si tenemos en cuenta la estrategia para los próximos cinco años que anunció en septiembre de 2023, es posible que la cifra se acerque más a los 950 millones de dólares). El dinero de Gates también constituye la principal fuente de apoyo al Foro Abierto sobre Biotecnología Agrícola en África y a la Alliance for Science, sendas iniciativas de comunicación de gran repercusión que promueven los organismos modificados genéticamente en el continente. El respaldo de la Fundación Gates a la Fundación Africana de Tecnología Agrícola (valorado en 141 millones de dólares desde el año 2008) ha superado los 97 millones de dólares desembolsados por USAID, el segundo organismo financiador del grupo. Durante este periodo, al menos 46 millones de dólares del presupuesto de la AATF han ido a parar directamente a las arcas de su principal contratista, Bayer (antes Monsanto).

Stacy Malkan, la cofundadora y directora editorial del grupo de investigación U.S. Right to Know (Derecho estadounidense a saber), sostiene que el generoso apoyo de la fundación a estos grupos forma parte de un ciclo no tan favorable que refleja su interés material directo (y que a menudo se ignora) en la biotecnología agrícola y en el sistema alimentario industrializado en su conjunto.

«Para la Fundación Gates, sus inversiones son el propio programa», afirma Malkan. «Los contribuyentes estadounidenses subvencionan, mediante deducciones fiscales, miles de millones de dólares de inversiones que engrosan la dotación de la fundación. El denominado “sector caritativo” de la fundación financia la agricultura industrial en África de forma que las empresas en las que invierte la fundación se vean beneficiadas».

No se sabe a ciencia cierta a qué otros intereses sirven los desembolsos de la fundación. AGRA, la operación insignia de la Fundación Gates en África, ha sido un estrepitoso fracaso según sus propios parámetros altruistas. En febrero de 2023, la Fundación Gates encargó una auditoría independiente en el que se concluyó que AGRA no había logrado ningún avance significativo respecto a sus objetivos de duplicar la productividad y los ingresos de 30 millones de pequeños agricultores y de reducir a la mitad la inseguridad alimentaria. Después de 12 años y más de 1 000 millones de dólares invertidos en 11 países, el hambre aumentó en África, mientras que apenas hubo cambio alguno en el rendimiento de los cultivos apenas. Según las críticas, éste era el resultado previsible de las políticas de AGRA.

«Si el objetivo es garantizar la seguridad alimentaria, las semillas “mejoradas” para un conjunto reducido de cultivos básicos yerran de pleno», afirma Timothy A. Wise, uno de los principales asesores del Instituto de Políticas Agrícolas y Comerciales y autor de Eating Tomorrow: Agribusiness, Family Farmers, and the Battle for the Future of Food [La comida del mañana: la agroindustria, los agricultores familiares y la batalla por el futuro de la alimentación]. «Las semillas híbridas y transgénicas están diseñadas para crecer con un nivel óptimo de agua y con una gran cantidad de fertilizantes sintéticos, algo que los pequeños agricultores no tienen ni pueden permitirse. Es más: cuando se consigue obtener mejores cosechas, el monocultivo agota el suelo y sustituye unos cultivos que son más nutritivos e importantes».

 

«Las semillas híbridas y transgénicas están diseñadas para crecer con un nivel óptimo de agua y con una gran cantidad de fertilizantes sintéticos, algo que los pequeños agricultores no tienen ni pueden permitirse»

 

En el año 2022, AGRA suprimió la marcada referencia histórica de su nombre para convertirse en un acrónimo incorpóreo, un cambio que posiblemente llevó a cabo de forma consciente ante el fracaso de su ambicioso renacimiento de la Revolución Verde. «Cabe señalar que ahora AGRA no significa literalmente nada», señaló Wise.

El sutil renombramiento de AGRA se produjo al mismo tiempo que se iniciaba un gran giro en el discurso de la política de desarrollo agrícola impulsada por entidades donantes. Ahora se trataba de combatir la «inseguridad alimentaria» adoptando una «agricultura climáticamente inteligente» (CSA, por sus siglas en inglés). La Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación acuñó el término CSA en 2009 para referirse a las prácticas destinadas a aumentar la resistencia de las explotaciones agrícolas y reducir la huella de carbono de un sistema alimentario global que es el causante de hasta el 37 % de las emisiones anuales de gases de efecto invernadero. Sin embargo, según varios expertos, la CSA se ha visto invadida desde entonces por la alianza empresarial liderada por Gates. Esta alianza cuenta con programas como Maíz Eficiente en Agua para África, que se han convertido en unos auténticos caballos de Troya ecológicos para la industria.

«La CSA responde a una visión de la agroindustria basada en la vigilancia [y] a una agricultura sin agricultores basada en datos, [lo que explica por qué] algunos de sus mayores defensores son Bayer, McDonnell y Walmart», aseguró Mariam Mayet, miembro del Centro Africano para la Biodiversidad. «Desde una perspectiva climática, este sistema consolida las desigualdades globales derivadas de un régimen alimentario corporativo. No se produce ningún cambio de sistema en absoluto».

Octavio Sánchez, el director de la Asociación Nacional para el Fomento de la Agricultura Orgánica de Honduras, sostiene que para que las políticas promuevan una resiliencia auténtica, estas deben centrarse en la regeneración del suelo mediante el uso de fertilizantes orgánicos, la rotación de cultivos y la conservación de semillas autóctonas, que son capaces de adaptarse a unas condiciones cambiantes. Estas son las piedras angulares de un movimiento agroecológico mundial que ha surgido a raíz de las coaliciones sobre la soberanía alimentaria y de semillas de las últimas tres décadas.

El movimiento agroecológico liderado por el campesinado (con La Vía Campesina y AFSA al frente) rechaza la consabida cantinela de los partidarios del agronegocio, que proclama que está condenando a los agricultores a la pobreza y el estancamiento permanentes. La postura del movimiento se apoya en una creciente literatura de estudios de experiencias reales, así como en el desarrollo de prácticas agroecológicas científicas. Cuando los dirigentes de la Fundación Gates se disponían a lanzar AGRA en el año 2006, un grupo de investigadores de la Universidad de Essex publicó un estudio que demostraba que las prácticas agroecológicas aumentaban el rendimiento en casi un 80 % de media en 12,6 millones de explotaciones agrícolas de 57 países pobres. Los autores concluían que «todos los cultivos registraron mejoras en la eficiencia del uso del agua», lo que se tradujo en «un aumento de la productividad alimentaria». El Grupo de alto nivel de expertos en seguridad alimentaria y nutrición de la ONU recomendó en 2019 que los gobiernos apoyasen los proyectos agroecológicos y reorientasen «las subvenciones e incentivos que en la actualidad benefician a prácticas insostenibles», una decisión respaldada por estudios similares llevados a cabo en todo el mundo.

Según afirman quienes defienden la agroecología, ganar la batalla por el control de las semillas es un factor decisivo para lograr unos sistemas alimentarios sostenibles gestionados de forma local. «Las “semillas mágicas” de Bill Gates acelerarán el ciclo de destrucción química que ha destruido el suelo de la Tierra en menos de un siglo», afirmó Inés Cuj, la directora del Instituto de Permacultura de Guatemala. «La respuesta al cambio climático radica en la sabiduría tradicional y en las semillas ancestrales que existen desde hace miles de años. No podemos permitir que se atente contra ellas. Es un ataque contra la vida misma».