Guía práctico-utópica del inminente colapso
Este artículo es un fragmento de The Democracy Project: A History, a Crisis, a Movement, de David Graeber.
¿En qué consiste una revolución? Siempre habíamos entendido la revolución como la toma de poder por parte de fuerzas populares con el objetivo de transformar la propia naturaleza del sistema político, social y económico del país donde tuviera lugar, normalmente impulsadas por un sueño visionario de una sociedad justa. Hoy en día, vivimos en una época en la que, si un ejército rebelde entra arrasando una ciudad o un levantamiento masivo derroca a un dictador, es bastante improbable que esos ideales se vean realizados. Cuando ocurre una transformación social profunda como, por ejemplo, el auge del feminismo, es más probable que ésta se manifieste de manera totalmente distinta. No es que haya escasez de sueños revolucionarios, pero los revolucionarios contemporáneos rara vez creen que el camino para alcanzarlos sea un equivalente moderno de la toma de la bastilla.
En momentos como éste, generalmente conviene volver a la historia que ya conocemos y preguntarnos: ¿Nuestro concepto de la revolución ha sido fiel a la realidad alguna vez? La persona que mejor ha sabido formular esta pregunta, para mí, es el gran historiador mundial Immanuel Wallerstein. Wallerstein argumenta que durante el último cuarto de milenio más o menos las revoluciones han consistido, por encima de todo, en transformaciones mundiales del sentido común político.
Wallerstein observa que en la época de la Revolución Francesa ya teníamos un mercado único mundial y un creciente sistema político único global, dominado por los enormes imperios coloniales. Como consecuencia, la toma de la bastilla en París pudo acabar teniendo repercusiones en Dinamarca, o incluso en Egipto, tan profundas como en Francia, y en algunos casos incluso más. Por este motivo habla de la «Revolución Mundial de 1789», seguida de la «Revolución Mundial de 1848», durante la cual estallaron revueltas casi simultáneamente en 50 países, desde Valaquia a Brasil. Los revolucionarios no tomaron el poder en ninguna de ellas pero, más adelante, las instituciones inspiradas por la Revolución Francesa –en especial los sistemas universales de educación primaria– fueron adoptadas en casi todo el mundo. De igual modo, la Revolución Rusa de 1917 fue una revolución mundial y en última instancia tan responsable del New Deal estadounidense y de los estados de bienestar europeos como del comunismo soviético. El último episodio de esta serie fue protagonizado por la revolución mundial de 1968, que de similar manera a la de 1848, irrumpió prácticamente a nivel mundial, desde China hasta México y, aunque no se hizo con el poder en ningún lugar, cambió mucho las cosas. Ésta era una revolución en contra de las burocracias estatales y a favor de la inseparabilidad de la liberación política y personal, cuyo legado más duradero probablemente fue el nacimiento del feminismo moderno.
Las revoluciones son, por tanto, fenómenos planetarios. Pero aún hay más. Lo que consiguen, en realidad, es transformar supuestos muy extendidos sobre el sentido fundamental de la política. Tras una revolución, ideas que antes hubieran sido consideradas descabelladamente radicales se convierten enseguida en un asunto de debate aceptable. Antes de la Revolución Francesa, conceptos tales como que el cambio es bueno, que la política del gobierno es la mejor manera de llevarlo a cabo o que los gobiernos derivan su autoridad de una entidad llamada «el pueblo» se veían como temática propia de chalados y demagogos o, en el mejor de los casos, de un puñado de intelectuales librepensadores que se pasaban el día debatiendo en cafés. Una generación más tarde, hasta el más rancio de los magistrados, sacerdotes, o directores de escuela se veía obligado a defender, de boquilla, estas ideas. No mucho más tarde, llegamos a la situación en la que nos encontramos hoy en día: hay que exponer cuáles son los términos para que uno pueda siquiera percatarse de que están ahí. Se han convertido en sentido común, en la mismísima base del diálogo político.
La mayoría de las revoluciones previas a la de 1968 sólo introdujeron refinamientos prácticos, tales como la ampliación del derecho al voto, la educación primaria universal y el Estado de Bienestar. Por contraste, la revolución mundial de1968, ya fuera en su vertiente china, una revuelta de estudiantes y otros grupos de jóvenes apoyando el llamamiento de Mao a una revolución cultural; o en Berkley y Nueva York, marcada por una alianza entre estudiantes, bohemios y rebeldes culturales; o incluso en París, donde se formó una coalición de estudiantes y trabajadores, fue una rebelión contra la burocracia, la conformidad y cualquier idea capaz de encorsetar la imaginación humana, un proyecto con ánimo de revolucionar no sólo la vida económica o política sino cada aspecto de la existencia humana. Por ello, en la mayoría de los casos, los rebeldes ni siquiera intentaron tomar el mando del aparato estatal dado que veían el aparato en sí como la raíz del problema.
Hoy en día está de moda evaluar los movimientos sociales de finales de los 60 como un fracaso bochornoso. Es un argumento convincente. No cabe duda de que, en la esfera política, la derecha ha sido la principal beneficiaria de la extendida transformación del sentido común político, donde se da prioridad a los ideales de libertad, imaginación y deseo del individuo, se desprecia absolutamente la burocracia y se sospecha de la gestión gubernamental. Ante todo, los movimientos de los años 60 permitieron el resurgimiento masivo de las doctrinas de libre mercado, que se habían visto prácticamente abandonadas desde el siglo XIX. No es casualidad que la generación de adolescentes que impulsó la revolución cultural china fuera la misma que, dos décadas más tarde, presidiera la introducción del capitalismo. Desde los años 80, «libertad» se ha convertido en sinónimo de «mercado» y «mercado» ha asumido un significado idéntico al de «capitalismo» incluso, curiosamente, en lugares como China, donde se habían desarrollado sistemas de mercado muy sofisticados durante miles años que, sin embargo, guardaban escasa relación con el capitalismo.
Las paradojas no tienen límite. Aunque esta nueva ideología de mercado libre se ha presentado, sobre todo, como un rechazo a la burocracia, en la práctica ha sido directamente responsable del primer sistema de administración que opera a escala global, con sus interminables estratos de órganos burocráticos públicos y privados: el FMI, el Banco Mundial, la OMC, organizaciones de comercio, instituciones financieras, corporaciones transnacionales y ONGs. Éste es precisamente el sistema que ha impuesto la ortodoxia del libre mercado y abierto las puertas a un pillaje financiero a nivel global, todo bajo la atenta tutela del aparato militar estadounidense. No es de extrañar que el primer intento de recrear un movimiento revolucionario mundial, el Movimiento de Justicia Global, que vivió su punto álgido entre 1993 y el 2003, fuera, en efecto, una rebelión contra la hegemonía de ese mismo sistema de burocracia global.
Detener el futuro
No obstante, cuando los historiadores del futuro miren atrás, creo que llegarán a la conclusión de que el legado de las revoluciones de finales de los sesenta ha sido bastante más profundo de lo que imaginábamos y que el triunfo de los mercados capitalistas –con todo su despliegue mundial de administradores y sicarios–, que tan trascendental y definitivo parecía tras el colapso de la Unión Soviética en 1991, ha sido mucho más superficial de lo que creíamos.
Por poner un ejemplo obvio, a menudo escuchamos que las protestas antibélicas de finales de los sesenta y principios de los setenta resultaron ser un fracaso debido a su incapacidad de acelerar apreciablemente la retirada estadounidense de Indochina. Pero a partir de entonces, los organismos que controlaban la política exterior estadounidense, aterrorizados ante la perspectiva de toparse con un rechazo popular parecido –o peor aún, un rechazo en el seno del propio aparato militar, que sufrió un verdadero desmoronamiento a principios de los setenta–, se negaron a enviar fuerzas de tierra estadounidenses a cualquier conflicto a gran escala durante casi treinta años. Se necesitó el 11-S, un ataque con miles de víctimas civiles en territorio estadounidense, para superar por completo el notorio «síndrome de Vietnam» y aun así, los impulsores de la guerra acometieron un esfuerzo casi obsesivo por asegurar que estas guerras fueran «a prueba de protestas». Hubo una propaganda incesante, a la que se sumaron los medios de comunicación, mientras que grupos de expertos facilitaban previsiones exactas sobre el número de bajas militares (es decir, sobre cuántas muertes de soldados estadounidenses serían necesarias para precipitar la oposición de las masas) y las normas de combate fueron cuidadosamente diseñadas para no superar esta cifra.
El problema fue que esas normas de combate, cuyo fin era minimizar el número de muertos y heridos entre los efectivos estadounidenses, conllevaron inevitablemente que miles de mujeres, niños y ancianos acabaran siendo «daños colaterales», lo cual provocó el odio intenso hacia las fuerzas ocupantes tanto en Iraq como en Afganistán y, por consiguiente, impidió que los Estados Unidos pudieran cumplir sus objetivos militares. Y lo sorprendente es que los planificadores de la guerra parecían ser plenamente conscientes de ello. Pero daba igual. Prevenir cualquier oposición eficaz en territorio nacional era, para ellos, mucho más importante que ganar la propia guerra. Es como si las fuerzas norteamericanas en Iraq hubieran resultado finalmente vencidas por el fantasma de Abbie Hoffman.
Es evidente que, si el movimiento antibélico de los años 60 sigue teniendo maniatados a los planificadores militares estadounidenses de 2012, difícilmente podríamos considerarlo un fracaso. Pero de ello surge una interrogante: ¿Qué pasa cuando crear esa sensación de fracaso, de la inutilidad absoluta de cualquier acción política en contra del sistema, se convierte en el objetivo principal de quienes ostentan el poder?
Se me ocurrió por primera vez participando en las protestas contra el FMI en Washington D.C. en el 2002. El 11 de Septiembre estaba todavía muy reciente y éramos relativamente pocos e ineficaces frente a una presencia policial abrumadora. No teníamos la sensación de ser capaces de sabotear los encuentros. La mayoría nos fuimos de allí algo deprimidos. Pero unos días más tarde, hablando con alguien que conocía a algunos de los participantes de la cumbre, me enteré de que habíamos conseguido obstruirla. Y es que la policía había impuesto unas medidas de seguridad tan restrictivas que tuvieron que anular la mitad de los actos, y la mayor parte de los que sí se celebraron se hicieron a través de Internet. Es decir, el gobierno decidió que mandar a unos manifestantes a casa con sensación de derrota era más importante que poder llevar a cabo una cumbre del FMI. Si lo pensamos, es evidente que otorgaron un extraordinario protagonismo a los manifestantes.
¿Cabe la posibilidad de que esta actitud preventiva ante los movimientos sociales, la planificación de guerras y cumbres comerciales en las que se concede más prioridad a desmantelar cualquier oposición eficaz que a ganar la guerra o celebrar la cumbre, sea sintomática de un principio más generalizado? ¿Será que los actuales dirigentes del sistema, muchos de los cuales eran jóvenes impresionables cuando presenciaron la agitación de finales de los sesenta, estén obsesionados, consciente o inconscientemente (y sospecho que se trata de lo primero), con la posibilidad de que los movimientos sociales revolucionarios vuelvan a poner en entredicho el sentido común prevalente?
Eso explicaría muchas cosas. Los últimos 30 años se han dado a conocer en todo el planeta como la edad del neoliberalismo, una época caracterizada por la reintroducción de una creencia abandonada desde el siglo XIX, en la que los conceptos de mercado libre y libertad humana vienen a ser prácticamente intercambiables. El neoliberalismo siempre ha adolecido de una contradicción interna. Por un lado, declara que los imperativos económicos han de tener prioridad sobre cualquier otra consideración. La política sólo sirve para crear condiciones favorables al crecimiento económico, permitiendo que la mano invisible de los mercados haga su magia. Cualquier otro sueño o ideal de igualdad o de seguridad se verá sacrificado ante el objetivo primordial: la productividad económica. Sin embargo, el rendimiento económico mundial de los últimos treinta años ha sido, sin duda, mediocre. Con la excepción de unos pocos países, en especial China (que, significativamente, ha ignorado la mayoría de los dictámenes neoliberales), los índices de crecimiento han quedado muy por debajo de los niveles vistos en el capitalismo «clásico» de los años cincuenta, sesenta o incluso setenta, con su mayor gestión gubernamental y su Estado de Bienestar. Se puede decir, por tanto, que el proyecto neoliberal ya era un fracaso colosal según sus propios criterios incluso antes del colapso de 2008.
Pero si hacemos oídos sordos al discurso de los líderes mundiales y observamos el neoliberalismo como proyecto político, de repente, parece haber sido de lo más eficaz. Puede que los políticos, directivos, burócratas y demás personas que se reúnen con regularidad en las cumbres de Davos o el G20 hayan fracasado estrepitosamente en crear una economía capitalista mundial capaz de atender a las necesidades de la mayoría de los habitantes del mundo (y ya no hablemos de dar esperanza, felicidad, seguridad o sentido a su vida) pero han sido tremendamente habilidosos en convencer al mundo de que el capitalismo –sobre todo el capitalismo financiero semifeudal de hoy en día– es el único sistema económico viable. Visto desde este prisma, se trata de un logro impresionante.
¿Cómo lo han conseguido? Su actitud preventiva hacia los movimientos sociales ha jugado un papel evidente en todo ello; no se puede permitir bajo ninguna condición que las alternativas, ni aquéllos que las proponen, sean percibidas como exitosas. Tal actitud explicaría las cantidades casi inimaginables que se han invertido en «sistemas de seguridad» de algún tipo u otro. De hecho, Estados Unidos, desprovisto ahora de grandes rivales, tiene un mayor gasto militar y de inteligencia del que tuvo durante la Guerra Fría. A esto hay que añadir la escalofriante acumulación de agencias privadas de seguridad y de inteligencia, así como la militarización de la policía, guardias y mercenarios. Por último, no hay que olvidar el enaltecimiento de la policía por parte de los órganos de propaganda, incluido un enorme conglomerado mediático que ni siquiera existía antes de los sesenta. En general, estos sistemas, más que dedicarse a atacar directamente a disidentes, contribuyen a crear una sensación omnipresente de miedo, conformismo patriotero, inseguridad vital y pura desesperanza, que reduce cualquier noción de cambiar el mundo a una aparente fantasía inútil. Pero estos sistemas de seguridad son también extremadamente caros. Algunos economistas estiman que un 25 % de la población norteamericana se dedica hoy en día a «labores de vigilancia» tales como defender propiedad, supervisar trabajo u otros tipos de actividades con el fin de mantener a raya a sus compatriotas. La mayor parte de este aparato de seguridad es, en definitiva, un lastre económico.
De hecho, muchas de las innovaciones económicas de los últimos treinta años han tenido más sentido política que económicamente. La sustitución del empleo vitalicio garantizado por un modelo de contratación precaria no ha creado una fuerza laboral más eficiente, pero ha sido extraordinariamente eficaz en destruir sindicatos o despolitizar el movimiento obrero en general. Se puede decir lo mismo del aumento exponencial de la jornada laboral. A nadie que tenga que trabajar sesenta horas a la semana le queda tiempo para la actividad política.
A menudo parece que, puestos a elegir entre aceptar el capitalismo como el único sistema económico posible o convertir el capitalismo en un sistema económico más viable, el neoliberalismo siempre se decanta por la primera opción. El resultado final se manifiesta en una campaña implacable contra la imaginación humana. O para ser más preciso, la imaginación, el deseo, la creatividad individual y todo aquello que se pretendía liberar en la última gran revolución mundial sería confinado estrictamente a los parámetros del consumismo o, como mucho, a las realidades virtuales de Internet, quedando totalmente desterrado de cualquier otro ámbito. Estamos hablando del asesinato de los sueños, de la imposición de mecanismos de desesperación, diseñados para pisotear cualquier esperanza de un futuro alternativo. Pero como consecuencia de poner prácticamente todos sus esfuerzos en la misma cesta política, nos han llevado a la extraña situación de presenciar cómo el sistema capitalista se derrumba ante nuestros propios ojos, justo en el momento en el que se había concluido que no había alternativa posible.
Replantear, ralentizar
Normalmente, cuando se cuestiona la creencia generalizada de que el sistema económico y político actual es el único viable, la primera reacción suele ser exigir un minucioso anteproyecto arquitectónico sobre el funcionamiento del sistema alternativo con todo lujo de detalles sobre la naturaleza de sus instrumentos financieros, fuentes de energía y políticas de mantenimiento de alcantarillado. Después, probablemente pedirán un programa detallado que describa cómo llevar dicho sistema a la práctica. Desde una perspectiva histórica, esto es ridículo. ¿Cuándo se ha producido un cambio social siguiendo un diseño predeterminado? Es como si creyéramos que, en la Florencia renacentista, un pequeño círculo de visionarios concibió algo llamado «capitalismo» y planeó al detalle el funcionamiento del mercado bursátil y las fábricas para, a continuación, elaborar un programa con el que hacer de esta visión una realidad. De hecho, la idea es tan absurda que podríamos preguntarnos cómo hemos llegado a la conclusión imaginaria de que todo cambio empieza de esta manera.
Esto no quiere decir que las visiones utópicas, ni los anteproyectos, sean algo malo, sólo que deben mantenerse en su lugar. El teórico Michael Albert ha propuesto un plan detallado sobre cómo funcionaría una economía moderna sin dinero, partiendo de una base democrática y participativa. Me parece un logro importante, no porque crea que este modelo exacto vaya a instituirse tal y cómo lo describe, sino porque hace imposible decir que un proyecto así resulta inconcebible. En cualquier caso, estos modelos son tan sólo experimentos intelectuales. En realidad, no podemos concebir los problemas que surgirán al comenzar a construir una sociedad libre. Puede que los obstáculos que ahora nos parecen más insorteables se queden en nada, mientras que otros que jamás se nos hubieran ocurrido podrían suponer un problema endemoniado. La cantidad de factores imprevisibles es innumerable.
El más evidente es la tecnología. Éste es el motivo por el que es tan absurdo imaginarse a un grupo de activistas en la Italia del Renacimiento diseñando un modelo de mercado bursátil o un entramado industrial. Lo que acabó ocurriendo estuvo basado en una serie de tecnologías que jamás podrían haber anticipado pero que, en parte, sólo emergieron porque la sociedad comenzó a moverse en una dirección determinada. Quizás por ello, muchas de las visiones más convincentes de una sociedad anarquista han sido plasmadas por escritores de ciencia ficción, entre ellos, Ursula K. Le Guin, Starhawk, Kim Stanley Robinson. En un mundo ficticio por lo menos se admite que el aspecto tecnológico es pura especulación.
Personalmente, estoy menos interesado en determinar el tipo de sistema económico ideal para una sociedad libre que en crear los medios necesarios para que las personas puedan tomar esas decisiones por sí mismas. ¿Cómo se manifestaría exactamente una revolución del sentido común? No lo sé, pero se me ocurren varias ideas convencionales que, sin duda, necesitarían reevaluarse si realmente pretendemos crear algún tipo de sociedad libre viable. Una de ellas es la naturaleza del dinero y la deuda, que ya he analizado en detalle en un libro reciente. He llegado incluso a proponer un jubileo de la deuda, una cancelación general, en parte para ilustrar que el dinero no es nada más que un producto humano, una serie de promesas que, dada su naturaleza, siempre puede ser renegociada.
Igualmente, creo que el concepto de trabajo también tendría que ser reevaluado. Someterse a la disciplina laboral –la supervisión, el control, e incluso el autocontrol del trabajador autónomo con ambiciones– no nos hace mejor persona. De hecho, es probable que nos haga «peor persona» en los aspectos realmente importantes. Verse sometido a ello es una mala suerte que, en el mejor de los casos, resulta ocasionalmente necesaria. Pero sólo cuando rechacemos la idea de que el trabajo es una virtud en sí, podremos empezar a preguntarnos qué virtudes tiene. La respuesta es evidente: el trabajo es virtuoso cuando sirve para ayudar al prójimo. Replantearnos la definición de la productividad haría más fácil redefinir el concepto mismo del trabajo dado que, entre otras cosas, el desarrollo tecnológico ya no estaría dirigido sólo a la creación de más productos de consumo o a una mano de obra cada vez más disciplinada, sino a eliminar tales formas de trabajo por completo.
Lo que nos quedaría serían trabajos que sólo pueden ser realizados por seres humanos, esas labores de asistencia y cuidado especialmente afectadas por la crisis y que originaron el movimiento Occupy Wall Street. ¿Qué ocurriría si dejáramos de comportarnos como si el modelo primordial del trabajo fuera laborar en una fábrica, un campo de trigo, una fundición de hierro o incluso en un cubículo en una oficina y, en su lugar, partiéramos del modelo de una madre, una profesora o una enfermera? Puede que nos obligue a concluir que el auténtico propósito de la vida humana no es contribuir a algo llamado “la economía” (un concepto que ni siquiera existía hace trescientos años), sino el hecho de que todos somos, y siempre hemos sido, proyectos de creación mutua.
De momento, la necesidad más urgente sería, probablemente, ralentizar la maquinaria productiva. Puede que suene extraño dado que nuestra reacción automática a una crisis es suponer que la solución radica en que todos trabajemos más, aunque por supuesto, éste es precisamente el tipo de reacción que provoca el problema. Pero considerando cómo está el mundo, la conclusión es obvia. Parece que nos enfrentamos a dos problemas insolubles. Por una parte, hemos sido testigos de una serie interminable de crisis de deuda global, cuya severidad ha ido en aumento desde los setenta y que ha llevado a que la cantidad acumulada de deuda, ya sea soberana, municipal, corporativa o personal, resulte evidentemente insostenible. Por otra, estamos sumidos en una crisis ecológica, un proceso implacable de cambio climático que amenaza al planeta con inundaciones, sequías, caos, hambruna y guerra. En principio, puede parecer que las dos partes no estén relacionadas pero, en el fondo, son lo mismo. ¿Qué es la deuda sino la promesa de una productividad futura? Cuando decimos que el nivel de deuda global va en aumento, estamos diciendo que, como colectivo, los seres humanos prometemos producir una cantidad aún mayor de bienes y servicios en el futuro de la que producimos hoy en día. Pero incluso los niveles actuales son claramente insostenibles. Eso es precisamente lo que está destruyendo el planeta a velocidad cada vez más mayor.
Hasta los mismos líderes mundiales empiezan a concluir de manera reacia que algún tipo de cancelación masiva de la deuda, algún tipo de jubileo, es inevitable. El auténtico conflicto político se desarrollará en torno a cómo se hará. ¿No es más lógico resolver ambos problemas a la vez? ¿Por qué no realizar una quita de la deuda mundial tan amplia como sea prácticamente posible, seguida de una reducción masiva del horario laboral a, por ejemplo, una jornada de cuatro horas o unas vacaciones garantizadas de cinco meses? Dado que la población no pasaría todas sus nuevas horas libres de brazos cruzados, una medida así no sólo salvaría al planeta sino que quizás empezaría a cambiar nuestras concepciones básicas sobre qué significa un trabajo que crea valor.
Occupy hizo bien en no realizar demandas concretas, pero si yo tuviera que formular una, sería ésa. A fin de cuentas, supondría un ataque a los preceptos más arraigados de la ideología dominante. La moralidad de la deuda y la moralidad del trabajo son las dos armas ideológicas más poderosas que manejan los dirigentes del sistema actual. Por eso se aferran a ellas incluso al tiempo que destruyen todo lo demás. También es el motivo por el que la cancelación de la deuda sería la demanda revolucionaria perfecta.
Puede que todo esto parezca muy distante. En estos momentos, da la impresión de que a nuestro planeta le aguarda una serie de catástrofes sin precedente y no el tipo de transformaciones morales y políticas que abrirían el camino hacia un mundo distinto. Pero la única posibilidad que nos queda para evitar tales catástrofes es cambiar nuestra manera acostumbrada de pensar. Si algo han evidenciado los eventos del 2011, es que la era de las revoluciones no ha acabado ni mucho menos. La imaginación humana se niega obstinadamente a morir. Y la historia nos demuestra que, cuando una cantidad significativa de personas se libera simultáneamente de las ataduras impuestas sobre su imaginación colectiva, hasta nuestros supuestos más inculcados sobre qué es y qué no es políticamente posible pueden derrumbarse de la noche a la mañana.
Producido por Guerrilla Translation bajo una Licencia de Producción de Pares
- Texto traducido por Stacco Troncoso, editado por Arianne Sved
- Artículo original de David Graeber en thebaffler.com
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- Imágenes de Fernando Elvira