La cultura del trauma y la mercantilización de la salud mental
Se requiere nada menos que la desmercantilización de la salud mental para poder afrontar el trauma y el sufrimiento humano de manera socialmente responsable.
Como especie, los seres humanos siempre han sido vulnerables al impacto que supone una violación imprevista de su integridad física, mental o espiritual. Pero el modo en que se entiende esa herida –no como un avatar del destino que ha de soportarse, sino como sujeto de una intervención médica y jurídica– apareció con la modernidad industrial.
Existe un consenso académico en cuanto a que las ideas contemporáneas sobre los traumas psíquicos se originaron en el siglo XIX; concretamente, en la literatura jurídica y médica sobre un accidente ferroviario que se decía que causaba una condición nerviosa llamada railway spine (literalmente, “columna vertebral del ferrocarril”). Como consecuencia, los hombres de negocios presentes entre el pasaje –integrantes de las clases capitalistas mercantiles o medias-altas del Reino Unido– tuvieron un litigio con las compañías ferroviarias, pues el accidente los expuso a lo que el catedrático de literatura Roger Luckhurst llama “una violencia tecnológica que anteriormente se limitaba a las fábricas”.
Las lesiones causadas por accidentes laborales en las cadenas de montaje apenas se mencionan en los textos académicos sobre el trauma, ni desde la perspectiva literaria ni desde la histórica. De hecho, las lesiones padecidas por la clase obrera en el ámbito industrial apenas se mencionan en la literatura sobre el accidente ferroviario. “Como la expansión febril de las vías férreas en la década de 1840 fue impulsada por empresas de libre mercado –escribe Luckhurst–, la cuestión médica de las lesiones era también una cuestión jurídica de responsabilidad”. Cuando en 1862 los tribunales determinaron que un individuo, el señor Shepherd, debía percibir una indemnización por daños y perjuicios en virtud de su incapacidad para hacer negocios después de haber sufrido un accidente ferroviario, la noción médico-jurídica de la railway spine se citó como un tipo específico de daño que sufría todo el sistema nervioso de la persona. Dada la ausencia de heridas físicas, la railway spine provocaba en sus víctimas una serie de malestares nerviosos nunca vistos.
El trauma tal y como lo entendemos hoy no se entiende sin la aparición del capitalismo, primero industrial y después financiero, y, desde la época de la railway spine, ha sido algo positivo para los negocios. Las tecnologías modernas crearon unas aflicciones modernas que no se trataban ya con la ayuda de chamanes o sacerdotes, sino de juristas, médicos o psicólogos. Esta historia de la aparición del trauma como una categoría jurídica y financiera crucial para el desarrollo de la configuración de clases del capitalismo industrial (y luego financiero) es algo que suelen pasar por alto los expertos en trauma, un abanico de profesionales que va desde los psicólogos a los gurús de la autoayuda.
La cultura del trauma destruye el terreno político e histórico desde el cual se puede formular una crítica al capitalismo.
Hoy, el modo en que se performa y se pone de relieve el trauma psicológico en el discurso público –lo que llamaré cultura del trauma– promueve una ideología del sufrimiento individual que se adapta extraordinariamente bien a la amnesia inducida por el espectáculo propia del capitalismo tardío. La cultura del trauma destruye el terreno político e histórico desde el cual se puede formular una crítica al capitalismo. Desde el final de la Guerra Fría, ha trabajado de manera incansable bajo la guisa de una política progresista para despolitizar la esfera pública.
La clase directiva profesional[1] ha contribuido a promover esta cultura, junto a la fantasía de que la ansiedad y el estrés por razones financieras son estados temporales que se pueden superar mediante el trabajo duro, la competición y la educación. Esta clase emergió a finales del siglo XIX y principios del XX como un intermediario entre la burguesía rentista, que podía vivir de los intereses y sus fideicomisos, y la clase obrera que trabajaba para generar los beneficios de los que disfrutaban los explotadores. La clase directiva profesional consistía en trabajadores asalariados no manuales, con credenciales académicas y formados como expertos por las instituciones de educación superior. En Estados Unidos, su expansión y empoderamiento se dio en dos olas: la primera, en las postrimerías de la era progresista, produjo ingenieros, economistas, científicos sociales y expertos en políticas que podían desempeñar los roles que creó el New Deal. La segunda ola de empoderamiento de esta clase fue durante la Guerra Fría, gracias a la rápida expansión del complejo industrial-militar.
La cultura del trauma lleva el sufrimiento individual a un lugar privilegiado de las luchas políticas; un mandato heredado del lema de la década de 1960: lo personal es político. Sin embargo, al hacer esto, normaliza el sufrimiento y lo comercializa de manera masiva, mediante lo que la socióloga Eva Illouz definió como una “narrativa del trauma”, un relato de guion férreo –el de un protagonista inocente, fracturado y destruido que luego se redime y repara como superviviente– que dota a las historias individuales de unos significados inmediatamente reconocibles.
La cultura del trauma lleva el sufrimiento individual a un lugar privilegiado de las luchas políticas; un mandato heredado del lema de la década de 1960: lo personal es político. Sin embargo, al hacer esto normaliza el sufrimiento y lo comercializa de manera masiva
El objetivo de la psicoterapia debería ser trabajar para superar una fijación inconsciente en el material traumático, algo que solo puede ocurrir a nivel individual. El psicoanálisis, tal y como lo he conocido y lo he vivido, alivia el sufrimiento del paciente al permitirle desapegarse de un pasado traumático. Esta terapia no es política, es personal.
La cultura del trauma se centra en todas las formas de trauma salvo la explotación económica, y por ello ha contribuido a camuflar la violencia económica intrínseca a las políticas macroeconómicas neoliberales.
Al confundir lo personal y lo político, la cultura del trauma nos impide activamente ver las condiciones materiales del trabajo asalariado como el lugar adecuado para la lucha política. Desde los albores del capitalismo industrial, la clase obrera se ve enfrentada a la capitalista, quien por su parte trata en todo momento de vigilar, explorar y extraer hasta el último ápice de fuerza laboral de las trabajadoras. Cuanto mayor sea el sufrimiento de la clase obrera, mayor serán los beneficios para la parte capitalista. La cultura del trauma se centra en todas las formas de trauma salvo la explotación económica, y por ello ha contribuido a camuflar la violencia económica intrínseca a las políticas macroeconómicas neoliberales.
La cultura del trauma sí que desempeña un papel importante para orientar a los sujetos del capitalismo tardío desorientados en el camino de la movilidad social, a saber: personas como yo que, separadas de unas familias donde los padres dejaron de ser figuras de autoridad moral, anhelan un nuevo tipo de sustento ético. Sin embargo, si bien un lenguaje terapéutico del sufrimiento puede ayudarnos a verbalizar los abusos, la exigencia de autenticidad emocional nos ha arrojado a los brazos del mercado. La cultura del trauma nos brinda las herramientas psicológicas para liberarnos de la dominación tosca de las culturas feudales y patriarcales, pero a la vez nos suaviza para la disciplina blanda de las mercancías.
En 2020, Routledge –que afirma ser la editorial de humanidades y ciencias sociales más importante del mundo y publica regularmente antologías de primer orden en sus respectivos ámbitos– publicó un tomo de casi 500 páginas bajo el título The Routledge Companion to Literature and Trauma (“La guía Routledge para la literatura y el trauma”). Una búsqueda rápida de determinadas frases revela que apenas se abordan la privación o la miseria económica y que el término “crisis económica” no se menciona ni una sola vez.
Los editores de la antología, Colin Davis y Hanna Meretoja, definen el trauma como “una herida psicológica, un daño duradero infligido sobre los individuos o las comunidades por acontecimientos trágicos o un sufrimiento agudo”. Los “acontecimientos trágicos” parecen estar fuera del control humano, como denota la ausencia de sujeto agente en la definición de los editores. Al hacer hincapié en la dimensión “psicológica” de la herida, oponiéndola así al daño físico, promueven una concepción del dolor muy propia de esos entornos del trabajo intelectual.
Desde Sigmund Freud, los pioneros en los estudios del trauma articularon una idea muy concreta acerca de la lesión psíquica y su naturaleza incorpórea, textual y lingüística. Cuando Freud atendió a soldados que volvían de la Primera Guerra Mundial vio que el daño psíquico podía ser tan profundo y duradero como una lesión física.
Si bien un lenguaje terapéutico del sufrimiento puede ayudarnos a verbalizar los abusos, la exigencia de una autenticidad emocional nos ha arrojado a los brazos del mercado
Aunque algunos veteranos a los que trató habían vuelto de una guerra atroz con sus facultades físicas intactas, experimentaron después unos síntomas psicológicos graves, cuyo significado y consecuencias estaban enterrados en el inconsciente y a los que se podía acceder mediante la cura del habla.
Davis y Meretoja argumentan que el trauma es un concepto fundamental para comprender la experiencia y la literatura humanas contemporáneas. Pero su contemporaneidad apenas tiene en cuenta los ámbitos de la industria y la economía. Los editores se centran de manera constante en los genocidios y otros actos violentos terribles, de modo que resulta casi imposible criticar los componentes de un texto así sin parecer malvado. Las actividades privilegiadas que promueve esta antología se describen con términos espirituales y trascendentales: teorizar, ser testigo de algo, recordar y reflexionar. Estos son los ámbitos de una ética para la lectura de las atrocidades que se presentan a sí mismos como el máximo grado posible de bondad política.
La Nueva Izquierda y sus movimientos antibelicista y feminista propusieron que el sufrimiento privado de las personas se convirtiera en un acto público. El mantra de “lo personal es político” se fraguó al calor de las protestas contra la guerra y la agitación política del feminismo. Toda una clase de expertos liberales definió el sufrimiento en función de dos categorías, a su vez dividas por el género: los traumas de la guerra y la violencia sexual.
Las campañas del psicólogo antibelicista Robert Jay Lifton a favor de los veteranos de Vietnam llevaron a la inclusión del síndrome de estrés postraumático en la tercera edición del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM III) en el año 1990. Los trastornos recogidos en el DSM son reconocidos tanto por los psiquiatras como las compañías de seguros. En el análisis de Lifton de los grupos de debate que celebró la oficina neoyorquina de la asociación Vietnam Veterans Against War, postuló que el descubrimiento colectivo de la culpa y el sufrimiento personales llevarían a la cura y el activismo antibelicista.
Si bien Lifton se centró en veteranos varones de la Guerra de Vietnam, la obra de la psiquiatra Judith Herman, Trauma y recuperación, se convirtió en el primer manual feminista sobre el trauma sexual que se situaba al otro lado de la división de género del trauma. Herman no solo dotó de un nuevo significado a las experiencias de las mujeres que habían sido víctimas de agresiones sexuales y eran maltratadas tanto por los psicólogos como por el sistema judicial; quiso politizar dichas violencias y sus procesos de curación como cuestiones de género y dominación.
Desde principios de la década de 1970, los progresistas promovieron una primera versión del guion en torno al trauma: popularizar el lenguaje del trauma llevaría a la expresión y acción políticas, lo cual transformaría a su vez el propio concepto de espacio público sin transformar el capitalismo. Todas las religiones del mundo ofrecen auxilio y consuelo a sus fieles; el sufrimiento nos aúna como comunidad y nos acerca a los demás dolientes y, al menos en el cristianismo, a la propia deidad. Ante el declive de la fe religiosa, los psicólogos y los expertos acabarían revelando al público el significado del trauma y las maneras de superarlo.
Por desgracia, también fue una época en la cual las tasas de beneficios del capitalismo estaban en retroceso. Esto facilitó la aprobación —en los países occidentales industrializados con economía de mercado— de una serie de políticas orientadas a la concentración del poder que resultarían nocivas para los más pobres y las clases obreras y que recompensarían, a su vez, a quienes estaban en la cúspide de la pirámide social. Los neoliberales como Milton Friedman, a quien los keynesianos habían marginado en la posguerra, fueron las puntas de lanza de un tipo de estímulo económico consistente en revertir la redistribución de la riqueza hacia las clases trabajadoras que se había puesto en marcha tras la Segunda Guerra Mundial. Los capitalistas, cuyos beneficios estaban en declive, entendieron debían castigar la organización obrera de la clase trabajadora con dichas medidas financieras, mientras que ciertas élites –avaladas por sus títulos académicos– serían recompensadas con creces por crear un nuevo orden mundial basado en la ideología del libre mercado.
Los economistas neoliberales planteaban que congelar los salarios y las prestaciones sociales de la clase obrera era un tónico necesario para estimular las economías nacional y mundial, que estaban estancadas. Se redujeron los impuestos de sociedades y al patrimonio para los más ricos, mientras que se recortaron los costes de la mano de obra deslocalizando la producción. Así, los capitalistas se ahorraron en los salarios de la clase trabajadora lo suficiente para conceder a las élites oficinistas una cuota mayor de plusvalía.
La clase directiva profesional engloba a quienes más ganan entre los trabajadores asalariados. Cuentan con títulos universitarios y credenciales profesionales; son mandos intermedios al servicio de los jefes. A principios del siglo XX, los profesionales llamados de cuello blanco (asalariados que desempeñaban trabajo no manual) suponían una fracción diminuta pero creciente de la mano de obra total de los Estados Unidos. Según el análisis de 1870 del economista político Harry Braverman, los administrativos –denominación precursora a la de “cuello blanco”– eran menos numerosos que los obreros asalariados y superaban apenas el número de criados.
La clase directiva profesional liberal ha logrado cambiar la esfera pública mediática de Estados Unidos, donde la identidad de la persona “superviviente” se ha convertido en el sujeto político principal y goza de mayor relevancia que la anticuada noción del trabajador. De este modo, el relato del trauma desplaza oportunamente a la división del trabajo y la explotación.
Cuando los autores Barbara y John Ehrenreich analizaron el poder creciente de la clase directiva profesional en 1977, se centraron en las formas en que dominaban las profesiones liberales, desde el ámbito académico a los medios de comunicación y las organizaciones políticas progresistas. En mi libro Virtue Hoarders: the Case Against the Professional Managerial Class (“Acaparadores de virtud: contra la clase directiva profesional”), hice hincapié en el desprecio que tiene esta clase por la clase obrera. El presidente Bill Clinton era uno de los integrantes de esta clase, y las políticas económicas que aplicó demostraban que ese desdén no era algo meramente cultural: los gestores y expertos económicos de su gobierno pasaron por alto las consecuencias del libre comercio y la globalización, factores que llevaron a la destrucción del tejido industrial y agrícola de EE. UU. para mayor lucro de las grandes empresas. La clase directiva profesional ha sido una sierva del capitalismo del mismo modo que los administrativos eran siervos de las empresas familiares en 1870.
A cambio de su tajada de los beneficios extraídos del trabajo, la clase directiva profesional asumió el trabajo eterno de la reproducción ideológica, dando protagonismo a un sinfín de guerras culturales en detrimento de las cuestiones económicas. En las plataformas corporativas, la producción de contenido de esta clase se basó en unos conceptos despolitizados del trauma, el sufrimiento y la curación para consolidar su victoria sobre el liberalismo clásico y su aceptación de políticas antidemocráticas. La clase directiva profesional liberal ha logrado cambiar la esfera pública mediática de Estados Unidos, donde la identidad de la persona “superviviente” se ha convertido en el sujeto político principal y goza de mayor relevancia que la anticuada noción del trabajador. De este modo, el relato del trauma desplaza oportunamente a la división del trabajo y la explotación.
Esta dinámica se puede observar en el modo en que surgen los estudios del trauma en el ámbito académico durante la década de 1990, formulado de una forma que ataca a la historia y la compresión de la misma, y que contribuye a ofuscar el funcionamiento del capitalismo. Considero que este ámbito de estudio surgió a partir del propio trauma de dos de sus pensadores principales: Shoshana Felman y Cathy Caruth, ambas estudiantes en la Universidad de Yale bajo la batuta del catedrático de literatura Paul de Man. Después de la muerte de De Man en 1983, el investigador Ortwin de Graef descubrió que De Man escribía columnas plagadas de propaganda antisemita para un periódico confiscado por los nazis en la Bélgica ocupada.
Sin embargo, sus antiguas estudiantes no dudaron en promover un nuevo enfoque sobre la historia y el sufrimiento que exculpara a la teoría literaria y la deconstrucción frente a estas revelaciones. Ellas transformarían esta disciplina en los estudios del trauma. Caruth se centró en el Holocausto como acontecimiento que supuso una falla en el propio tejido de la experiencia humana. Adoptaron de De Man el término “aporía” –un impasse lógico o lingüístico que indica dificultad o ruptura– como un término crítico para comprender la opaca lógica temporal del daño psíquico. Caruth y Felman adoptaron también de Jacques Derrida la importancia ética de ciertas lecturas y un respeto heideggeriano por el carácter incognoscible, inaccesible o intratable del “Otro”.
La obra de Caruth titulada Unclaimed Experience: Trauma, Narrative and History, un texto fundacional en los estudios del trauma y escrito con el recuerdo del escándalo de De Man aún fresco en la memoria colectiva, parece llevarse la historia fuera del alcance de cualquiera que no pertenezca a la élite:
Mediante el concepto de trauma planteo que podemos comprender que la reinterpretación de una referencia no tiene por objetivo eliminar la historia, sino resituarla en nuestro entendimiento; esto es, permitir precisamente que la historia se dé aunque no haya una comprensión inmediata.
En otras palabras, las personas corrientes que no están iniciadas en los estudios del trauma –quienes creen en la comprensión inmediata– sencillamente no entienden lo que ocurrió en el pasado. Como demostré en mi libro Virtue Hoarders, las élites de la clase directiva profesional se han hecho adeptas a este tipo de jugada para ofuscar diversos asuntos: hacer que algo como la comprensión de la historia –algo que nosotros, los legos en la materia, creíamos poder entender o tener acceso– se convierta en un asunto incomprensible y lleno de contradicciones imposibles.
Los estudios del trauma, a pesar de sus propias afirmaciones, nunca bebieron realmente del psicoanálisis. Sus teóricos y académicos pasaron por alto un aspecto crucial de las teorías de Freud sobre el shell shock[2] y la compulsión de repetición, y es que todo trauma causa un trastorno narcisista que debe superarse. Para Freud, la cura del habla era específicamente la manera en que el paciente podía descubrir que el ego era cómplice en la creación de un narcisismo secundario, donde ocurre la neurosis de guerra o el síndrome de estrés postraumático (que no es sino un intento de dominar o anestesiar el trauma).
La revelación de las simpatías nazis de De Man debió de resultar traumático para sus antiguas alumnas. La creación de los estudios del trauma como disciplina les permitió intelectualizar ese choque narcisista como un testimonio profesionalizado, una escucha simplificada donde la particularidad narcisista de cada paciente se normaliza, de modo que se ajusta a un guion alentador que sigue un relato conocido de fractura y recuperación.
Ahora, en pleno siglo XXI, la narrativa del trauma se ha utilizado para mercantilizar la salud mental y convertirla en un reino de experiencias que se pueden compartir y procesar colectivamente en Internet. Tal y como recoge la autora Shoshana Zuboff en el libro La era del capitalismo de la vigilancia, Sergey Brin (Google) y Mark Zuckerberg (Facebook) diseñaron sus estrategias de negocio contando con recabar datos del comportamiento de los usuarios en línea y venderlos a los anunciantes. A medida que el sufrimiento privado condiciona nuestra actividad en Internet, ofrecemos una información valiosa a las plataformas de redes sociales, brindándoles la posibilidad de mostrarnos unos anuncios que explotan nuestras vulnerabilidades económicas y psíquicas.
En la actualidad, el contenido relacionado con el trauma se ha convertido en una vía fácil para que los famosos y los políticos se creen su propia imagen de marca. Examinar cómo despliegan el trauma enmarcado en sus componentes ideológicos en redes sociales para crear una pseudointimidad, todo ello en nombre de un determinado discurso sobre la salud mental mediado por las plataformas digitales, puede ayudarnos a comprender la transformación de la esfera pública que se ha producido en nuestra era posindustrial.
Mientras Caruth escribía sobre el trauma y fundaba un nuevo campo de estudios literarios, Oprah Winfrey estaba transformando el eslogan “lo personal es político”, que condensaba la sensibilidad de la Nueva Izquierda, en contenido mediático. Si bien ella nunca militó en la política radical, empleaba un lenguaje de redención y emancipación que le permitió crear una marca audiovisual única.
Winfrey era una maestra de la intimidad televisada: entendía el medio, a su público y el papel que desempeñaba la televisión para definir un mercado insertándose en el tejido de los patrones de consumo domésticos, un ámbito dominado por las mujeres. En 1986, confesó que fue víctima de abusos sexuales en la infancia, “para que quizá el armario donde se ocultan tantas víctimas y agresores de abusos sexuales se abra hoy, aunque sea una rendija, y entre algo de luz”. Al emplear la imagen del armario, Winfrey hizo un uso cuidadoso de la terminología propia de la liberación gay, evitando asustar a su público —mujeres blancas del ámbito suburbano— hablando abiertamente de personas del colectivo homosexual.
El éxito de Winfrey se puede entender en la trayectoria de otro segmento de agitación y transformación políticas de la década de 1960: el movimiento por los derechos civiles. En su programa, en sus alegatos por la sanación y el reconocimiento, se reconocen las cadencias de los predicadores y líderes políticos afroamericanos, aunque despojadas de contenido político. Su atractivo trasciende el componente de raza y su éxito y su poder se pueden entender como la realización a título particular del sueño expansivo de Martin Luther King Jr. por la justicia racial.
En 2021, Winfrey lanzó junto al Príncipe Harry una serie en AppleTV+ titulada “Lo que no ves de mí”, donde ella misma habla en detalle del sufrimiento que experimentó en su infancia y a la vez brinda un espacio a famosos como Glenn Close o Lady Gaga para que hablen de sus propias experiencias traumáticas y de violencia. En el programa se invita a diferentes celebridades y figuras políticas para que revelen sus padecimientos más íntimos. Así, con la ayuda de Winfrey, todos ellos pueden salir del armario como “supervivientes”.
Se requiere menos que la desmercantilización de la salud mental para poder afrontar el trauma y el sufrimiento humano de manera socialmente responsable.
En esta misma línea, los agentes políticos más progresistas y liberales también difuminan los límites entre lo personal y lo político para convencer a su público de que son gente auténtica que también sufre. En una retransmisión en directo desde su cuenta de Instagram sobre los hechos del 6 de enero de 2020 narrados en primera persona, la congresista estadounidense Alexandra Ocasio-Cortez contó que se escondió en su oficina con la certeza de que iba a sufrir una agresión física. En mitad del directo, Ocasio-Cortez confesó ante millones de seguidores que esa experiencia aterradora despertó sus recuerdos de haber sufrido una agresión sexual y añadió que muchas personas de su círculo ni siquiera sabían que ella era una superviviente de agresión sexual. Usuaria adepta de las redes sociales, Ocasio-Cortez realizó dos confesiones simultáneas que podían dar a sus seguidores y espectadores la oportunidad de conectar directamente con sus experiencias violentas.
Llegados a 2021, el trauma —con sus guiones, argumentos y teorías— ya se había instalado en la industria cultural anglófona, desde la ética de gestión hasta la producción de contenido. De la película Encanto de Disney hasta la premiada novela Hell of a Book de Jason Mott, el trauma adquirió protagonismo en los relatos que produce y consume la clase directiva profesional. La ubicuidad del trauma como contenido cultural ha supuesto una victoria aplastante, aunque silenciosa, de los psicólogos progresistas y catedráticos de literatura. Sus ideas acerca del trauma han eclipsado a todas las demás ideas sobre el sufrimiento psicológico y se han empleado para promover la “resiliencia” como un tipo muy concreto de recuperación y curación.
En los últimos meses de 2021, la ubicuidad de la narrativa en torno al trauma llevó por fin a una tímida respuesta desde los medios de comunicación, encabezada por los críticos culturales y literarios Parul Sehgal, del The New Yorker y Will Self, de Harper’s. Si bien ambos dan voz al agotamiento frente a la cultura del trauma, la crítica que hace Sehgal de lo que despectivamente denomina “la trama del trauma” deja intacto el poder despolitizador de dicha narrativa. Si bien la crítica de Self tiene más fundamentos teóricos e históricos que el desdén de Sehgal por la degradación de las formas estéticas dentro de la cultura del trauma, la erudición y el ingenio que despliega el autor tampoco llegan al fondo del asunto, que es la función que cumple el trauma en el momento presente. La fragmentada esfera pública sigue dominada por los valores de la clase directiva profesional estadounidense; una clase comprometida con la monetización de la experiencia privada. No sospechamos del firme compromiso que tiene la cultura del trauma con vendernos el dogma neoliberal en materia de historia, política y sufrimiento humano. Aceptar como sociedad ese guion que nos brinda el relato del trauma nos ha dejado notablemente desprevenidos a la hora de centrarnos en hallar soluciones políticas reales capaces de aliviar el sufrimiento a gran escala.
La cultura del trauma aparece para llenar un vacío en el acceso a la atención psicológica: los psicoanalistas tradicionales en ambas costas [de los EE. UU.] suelen cobrar más de cien dólares la hora, lo que hace que muchas personas no puedan permitirse ese tratamiento individualizado creado por Freud y sus seguidores para la salud mental. La atención psicológica dentro del ámbito sanitario suele constar de un número limitado de sesiones con una red de psicólogos que se ven sometidos a una presión cada vez mayor para lograr resultados rápidos con sus pacientes. Los psicólogos que pueden permitirse salir del sistema de los seguros médicos, lo hacen. No sorprende por tanto que la gente mire a los famosos, las redes sociales o los estudios del trauma para descifrar su propio dolor y sufrimiento.
Nada menos que la desmercantilización de la salud mental permitirá afrontar el trauma y el sufrimiento humano de manera socialmente responsable. Me gusta imaginar que un sistema de salud público sacará el ánimo de lucro del sistema sanitario y, al hacerlo, pondrá el psicoanálisis, la psicología psicodinámica y otros tipos de terapia de calidad al alcance de toda la ciudadanía. La cultura popular, las redes sociales y las teorías académicas no pueden hacer nada para sanarnos. Debemos pasar a la lucha política para proteger las experiencias privadas del trauma y el sufrimiento de las promesas del mercado y de los algoritmos del capitalismo de la vigilancia.
Producido por Guerrilla Media Collective bajo una Licencia de Producción de Pares
Texto traducido por Silvia López, editado por Marta Cazorla
Artículo original publicado en Noema Magazine. Si quieres leer este y otros ensayos en inglés, visita noemamag.com.
Imagen de portada de Nancy O’Connor vía Unsplash
[1] N. de la T.: término acuñado por Barbara y John Ehrenreich en 1977 que designa a “trabajadores mentales asalariados que no poseen los medios de producción y cuya principal función en la división social del trabajo se podría describir en términos generales como la reproducción de la cultura y las relaciones de clase capitalistas”.
[2] N. de la T.: “choque de bombardeo”, término empleado para describir los síntomas psíquicos de los combatientes de la Primera Guerra Mundial.