17 contradicciones y el fin del capitalismo

En el siguiente extracto de su nuevo libro, el destacado geógrafo David Harvey reflexiona sobre la crisis capitalista en curso y el momento histórico en el que nos hallamos.

Las crisis son esenciales para la reproducción del capitalismo. Durante tiempos de crisis es cuando se afrontan, reconforman y rediseñan las inestabilidades del capitalismo para crear una nueva versión de él. Se derriban y se devastan muchas cosas para abrir camino a lo nuevo. Paisajes que en su día fueron productivos se convierten en zonas industriales abandonadas, viejas fábricas son demolidas o trasformadas para darles nuevos usos y los barrios de clase obrera se aburguesan. En otros lugares, pequeñas granjas y propiedades campesinas son desplazadas por la agricultura industrializada a gran escala o por fábricas modernas. Parques empresariales, I+D y centros de almacenamiento y distribución al por mayor se extienden por todas partes entre viviendas en serie, unidos por autopistas con cruces en trébol. Las ciudades centrales compiten en función de la altura y el glamour de sus torres de oficinas y edificios culturales icónicos, los mega-centros comerciales proliferan a montones tanto en la ciudad como en la periferia, en algunos casos incluso haciendo las veces de aeropuertos, a través de los cuales pasan incesantes muchedumbres de turistas y ejecutivos en un mundo que se ha vuelto cosmopolita por defecto. Los campos de golf y las zonas residenciales valladas que se originaron en EE UU pueden verse ahora en China, Chile e India, en contraste con los crecientes asentamientos de viviendas ocupadas y de construcción propia que se designan oficialmente como barriadas, favelas o barrios pobres.

Pero lo verdaderamente llamativo de las crisis no es tanto la reconfiguración total de los paisajes físicos como los drásticos cambios de pensamiento y entendimiento, de las instituciones e ideologías dominantes, de procesos y alianzas políticos, de subjetividades políticas, de tecnologías y formas de organización, de relaciones sociales y de los gustos y hábitos culturales que impregnan la vida cotidiana. Las crisis hacen que se tambalee nuestra concepción del mundo y del lugar que en él ocupamos. Y nosotros, habitantes y partícipes inquietos de este mundo emergente, tenemos que adaptarnos al nuevo estado de las cosas mediante un consentimiento forzado, incluso al tiempo que, con nuestro modo de pensar y actuar, contribuimos nuestro granito de arena a los aspectos problemáticos del mundo actual.

En plena crisis resulta difícil ver dónde podría estar la salida. Las crisis no son acontecimientos aislados. Aunque tienen desencadenantes obvios, los movimientos tectónicos que representan tardan muchos años en solucionarse. La larga crisis que comenzó con el crac de 1929 no se resolvió finalmente hasta los años 50, después de que el mundo hubiera pasado por la Depresión de los 30 y la Guerra Mundial de los 40. Del mismo modo, la crisis que dio sus primeras señales de vida en la turbulencia de los mercados de divisas internacionales de finales de los 60 y los acontecimientos que se produjeron en las calles de muchas ciudades durante el 68 (de París a Chicago, México D.F. y Bangkok) no fue resuelta hasta mediados de los 80, tras el colapso, a principios de los 70, del sistema monetario internacional Bretton Woods (establecido en 1944), seguido de tumultuosas luchas obreras durante toda la década de los 70, y el ascenso y consolidación del neoliberalismo bajo Reagan, Thatcher, Kohl, Pinochet y, al cabo de un tiempo, Deng en China.

Imagen de: Chris Devers

En retrospectiva, no es difícil identificar abundantes signos de problemas venideros mucho antes de que la crisis estalle a la vista de todos. Por ejemplo, las crecientes desigualdades de riqueza monetaria e ingresos que se produjeron durante los años 20 así como el estallido de la burbuja inmobiliaria estadounidense en 1928 presagiaron el colapso de 1929. De hecho, la manera en la que se sale de una crisis encierra las semillas de crisis futuras. La financiarización mundial, saturada de deuda y cada vez más desregulada, que comenzó en la década de los 80 con el objetivo de resolver conflictos laborales facilitando la movilidad y la dispersión geográfica provocó su propio fin con la caída del banco de inversión Lehman Brothers el 15 de septiembre de 2008.

En el momento de escribir esto, han pasado más de cinco años desde aquel acontecimiento, que provocó los subsiguientes colapsos financieros en cascada. Si nos guiamos por experiencias anteriores, sería torpe esperar cualquier indicación clara sobre el aspecto que podría tener un capitalismo revivificado, suponiendo que tal cosa fuera posible. Pero llegados a este punto debería haber ya diagnósticos divergentes sobre la naturaleza del problema así como una proliferación de propuestas para arreglarlo. Lo que resulta asombroso es la escasez de teorías o políticas nuevas. A grandes rasgos, el mundo está polarizado entre, por un lado, la continuación (como en Europa y Estados Unidos) e incluso la intensificación de remedios neoliberales, monetaristas y de economía de oferta que ahondan en la austeridad como medicina apropiada para curar nuestros males; y, por otro, el resurgimiento de cierta versión, normalmente diluida, de la expansión keynesiana de la demanda financiada por la deuda (como en China), que ignora el hincapié que Keynes hizo sobre la redistribución de los ingresos hacia las clases bajas como uno de sus componentes clave. Ya se aplique una u otra política, el resultado favorece al club de los multimillonarios que actualmente constituye una plutocracia cada vez más poderosa, tanto en países determinados como a escala mundial (Rupert Murdoch, por ejemplo). En todas partes, los ricos se enriquecen aún más por momentos. Los 100 multimillonarios más adinerados del mundo (de China, Rusia, India, México e Indonesia, y de los centros de riqueza tradicionales en Norte América y Europa) sumaron 240.000 millones de dólares a sus arcas tan solo en el año 2012 (lo suficiente para acabar con la pobreza mundial de la noche a la mañana, según Oxfam). Por el contrario, el bienestar de las masas se está estancando o, lo que es más probable, va a experimentar una degradación acelerada e incluso catastrófica (como en Grecia y en España).

La gran diferencia institucional en esta ocasión parece ser el papel de los bancos centrales, entre los cuales la Reserva Federal de Estados Unidos desempeña un rol de liderazgo e incluso de dominio en el escenario mundial. Pero desde la implantación de los bancos centrales (que, en el caso británico, se remonta a 1694), su función ha sido la de proteger y rescatar a los banqueros en lugar de ocuparse del bienestar del pueblo. El hecho de que Estados Unidos pudiera salir estadísticamente de la crisis en el verano de 2009 y que los mercados de valores de casi todo el mundo pudieran recuperar sus pérdidas tuvo todo que ver con las políticas de la Reserva Federal. ¿Esto augura un capitalismo global gestionado bajo la dictadura de los banqueros centrales del mundo, cuyo deber primordial es preservar el poder de los bancos y los plutócratas? Si así fuera, habría muy pocas expectativas de solución a los actuales problemas de las economías estancadas y el empeoramiento de las condiciones de vida para la gran mayoría de la población del planeta.
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“Necesitamos métodos de investigación y concepciones mentales distintos en estos tiempos intelectualmente estériles si queremos escapar del actual impasse que sufre el pensamiento económico y las políticas correspondientes.”

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Por otra parte, se habla mucho de las posibilidades de una solución tecnológica al actual malestar económico. Aunque la combinación de nuevas tecnologías y formas de organización ha cumplido siempre un papel importante en la facilitación de la salida de las crisis, nunca ha sido un papel determinante. Las miradas esperanzadas se fijan hoy en un capitalismo “basado en el conocimiento” (con la ingeniería biomédica y genética, y la inteligencia artificial a la cabeza). Pero la innovación es siempre un arma de doble filo. No olvidemos que la desindustrialización mediante la automatización que surgió en la década de los 80 ha supuesto que empresas como General Motors (que empleaba mano de obra bien remunerada y sindicalizada en los años 60) hayan sido suplantadas por otras como Walmart (con su masiva fuerza laboral mal pagada y no sindicalizada) como los mayores empleadores de Estados Unidos. Si el actual estallido de innovación señala algún camino, es el de la reducción de oportunidades de empleo para los trabadores y el incremento de la importancia de las rentas extraídas de los derechos de propiedad intelectual por parte del capital. Pero si todo el mundo intenta vivir de las rentas y nadie invierte en producción, está claro que el capitalismo va encaminado a una crisis de otra índole totalmente distinta.

Las élites capitalistas y sus acólitos intelectuales y académicos no son los únicos que parecen incapaces de romper radicalmente con su pasado o definir una salida viable de esta quejumbrosa crisis de bajo crecimiento, estancamiento, elevado desempleo y pérdida de soberanía estatal en favor de los tenedores de bonos. Resulta evidente que las fuerzas de la izquierda tradicional (partidos políticos y sindicatos) se ven incapaces de montar una oposición sólida al poder del capital. Treinta años de ataques ideológicos y políticos de la derecha las ha dejado desmoralizadas y la socialdemocracia ha caído en descrédito. El derrumbe estigmatizado del comunismo existente y la “muerte del marxismo” tras 1989 empeoró aún más la situación. Hoy en día, lo que queda de la izquierda radical opera mayormente fuera de los canales institucionales o de oposición organizada, con la esperanza de que la suma de acciones a pequeña escala y activismo local desemboque en algún tipo de macroalternativa satisfactoria. Esta izquierda, que curiosamente se hace eco de una ética libertaria e incluso neoliberal de antiestatismo, halla su alimento intelectual en pensadores como Michel Foucault y todos aquellos que han reensamblado fragmentaciones posmodernas bajo el lema del posestructuralismo, un planteamiento difícilmente comprensible que favorece la política de la identidad y rehuye del análisis de clase. Las perspectivas autonomistas, anarquistas y localistas son visibles en todas partes. Pero en la medida que esta izquierda intenta cambiar el mundo sin tomar el poder, una clase capitalista y plutocrática cada vez más consolidada sigue sin oposición a su capacidad de dominar el mundo sin restricciones. Esta nueva clase dirigente cuenta con el apoyo de un estado de seguridad y vigilancia que no es en absoluto reacio a utilizar sus poderes policiales para sofocar cualquier forma de disenso bajo el pretexto del antiterrorismo.

SeventeenContradictionsEste es el contexto en el que he escrito Seventeen Contradictions and the End of Capitalism [Diecisiete contradicciones y el fin del capitalismo]. El enfoque que he adoptado es más bien poco convencional en tanto que sigue el método de Marx pero no necesariamente sus propuestas, y sospecho que los lectores y lectoras, disuadidos por esto, no logren asumir con tesón los argumentos aquí expuestos. Pero no cabe de duda de que necesitamos métodos de investigación y concepciones mentales distintos en estos tiempos intelectualmente estériles si queremos escapar del actual impasse que sufre el pensamiento económico y las políticas correspondientes. El motor económico del capitalismo afronta, al fin y al cabo, claras y serias dificultades, dando tumbos entre el avance a trompicones y la amenaza de su paralización o estallido episódico aquí y allá sin previo aviso. En medio de expectativas de una vida de abundancia para todos en algún impreciso momento futuro, las señales de peligro abundan a cada paso. Nadie parece tener una comprensión coherente de los enormes problemas que aquejan al capitalismo, y mucho menos del porqué. Pero siempre ha sido así. Tal como señaló Marx en su día, las crisis mundiales han representado siempre la verdadera concentración y adaptación forzosa de todas las contradicciones de la economía burguesa. Desenmarañar esas contradicciones debería revelar muchas cosas sobre los problemas económicos que tanto nos afligen. Merece la pena intentarlo en serio, sin duda.

Asimismo, consideré apropiado esbozar los resultados probables y las posibles consecuencias políticas que fluyen de la aplicación de este peculiar modo de pensamiento hacia una comprensión de la economía política del capitalismo. A primera vista, estas consecuencias podrían parecer improbables y, más aún, impracticables o políticamente inaceptables. Pero es vital que se aborden alternativas, por muy extrañas que parezcan, y que se aprovechen en caso necesario y si las condiciones así lo dictasen. De este modo, podría abrirse todo un campo de posibilidades no consideradas ni explotadas hasta ahora. Necesitamos un foro abierto –una asamblea global, por así decir– para considerar dónde se encuentra el capital, hacia dónde podría estar dirigiéndose y qué hay que hacer al respecto. Espero que este breve libro contribuya algo al debate.

 

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