La coronación

A principios de abril nos encontrábamos inmersas en los inicios de esta larga pandemia, con confinamientos y restricciones dignas de los mejores relatos y películas de un futuro distópico y apocalíptico. Fue entonces cuando llegó a nuestras manos un nuevo ensayo de Charles Eisenstein, un autor conocido para Guerrilla Translation pues hemos traducido varios de sus artículos, vídeos e incluso un libro (Sacroeconomía).

La coronación“, que así se titula este ensayo, ofrece una luz de esperanza y una reflexión profunda de los tiempos que vivimos y las dificultades a las que nos enfrentamos como sociedad. Cabe destacar que este ensayo fue escrito durante los primeros meses de 2020, por lo que ciertos datos pueden estar desactualizados.

Durante años la normalidad se ha estirado hasta llegar al límite, como si fuera una soga que se tensa cada vez más y más, esperando a que el cisne negro la parta en dos de un picotazo. Ahora que la soga ya se ha roto, ¿deshacemos el trenzado para ver si podemos tejer algo nuevo?

La COVID-19 nos está mostrando que cuando la humanidad se une en una causa común, es posible desatar un cambio asombrosamente rápido. Ninguno de los problemas del mundo es difícil de resolver desde un punto de vista técnico, pues nacen del desacuerdo entre los humanos. En consecuencia, los poderes creativos de la humanidad son ilimitados. Proponer la paralización del transporte aéreo comercial hace unos meses habría parecido ridículo, igual que el resto de los cambios radicales que estamos llevando a cabo en nuestro comportamiento social, en nuestra economía y en el papel del gobierno sobre nuestras vidas. El coronavirus evidencia el poder de nuestra voluntad colectiva cuando nos ponemos de acuerdo en qué es importante. ¿Qué otras cosas podríamos conseguir si actuáramos de la misma forma? ¿Qué queremos lograr y qué mundo vamos a crear? Esa es la siguiente cuestión que siempre sobreviene cuando alguien despierta ante su poder.

La COVID-19 es como una intervención de rehabilitación que rompe con la influencia adictiva de la normalidad. Para interrumpir una adicción hay que hacerla visible, transformar un acto compulsivo en algo que elegimos hacer. Cuando la crisis amaine, quizás tendremos la oportunidad de preguntarnos si queremos volver a la normalidad o si hay algo de lo que hemos visto durante esta interrupción de nuestra rutina que queramos trasladar a nuestro futuro. Después de que muchos hayan perdido sus trabajos, quizás nos preguntemos si todos ellos eran realmente necesarios y si haríamos mejor en emplear nuestra creatividad y esfuerzos en otros menesteres. Después de haber prescindido de ellos durante un tiempo, quizás nos preguntemos si realmente necesitamos tantos viajes en avión, tantas vacaciones en Disneyworld o tantas ferias comerciales. ¿Qué partes de la economía queremos restaurar y qué partes podríamos desechar? El coronavirus ha interrumpido lo que parecía ser una operación militar de cambio de régimen en Venezuela. Quizás las guerras imperialistas también sean una de esas cosas que podríamos abandonar en un futuro de cooperación global. Y, pasando a las malas noticias… Si consideramos las cosas que nos están quitando ahora (libertades civiles, libertad de reunión, soberanía sobre nuestros cuerpos, reuniones en persona, abrazos, apretones de manos y vida pública), ¿cuáles tendremos que recuperar ejerciendo una voluntad consciente, tanto política como personal?

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“La COVID-19 es como una intervención de rehabilitación que rompe con la influencia adictiva de la normalidad. Para interrumpir una adicción hay que hacerla visible, transformar un acto compulsivo en algo que elegimos hacer.”

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Durante la mayor parte de mi vida he tenido la sensación de que la humanidad se acercaba a una encrucijada. La crisis, el colapso y la ruptura siempre eran inminentes, estaban a la vuelta de la esquina, pero no llegaban. Nunca llegaban. Imagina que andas por un camino y delante de ti ves un cruce. Está justo en la cima de la montaña, a pasando la curva, pasando el bosque. Al llegar a la cima te das cuenta de que estabas equivocado: era un espejismo y en realidad estaba más lejos de lo que pensabas. Sigues caminando. A veces, aparece ante tus ojos; otras, desaparece y parece que el camino se alarga hasta el infinito. Quizás no haya un cruce de caminos… ¡Ah, no! ¡Ahí está otra vez! Siempre está “casi ahí”. Nunca está “aquí”.

Ahora, de repente, damos la vuelta a la curva y ahí está. Nos detenemos. Apenas podemos creer que está ocurriendo, apenas podemos creer que, después de recorrer el camino de nuestros predecesores durante tantos años, por fin tenemos una opción. Hacemos bien al detenernos, anonadados ante la novedad de nuestra situación. De los cientos de caminos que se abren ante nosotros, algunos apuntan hacia la misma dirección que ya hemos tomado. Algunos conducen a un infierno en la tierra. Y otros hacia un mundo más sanado y bello de lo que jamás nos atrevimos a concebir.

Escribo estas palabras con el objetivo de estar aquí contigo, en esta encrucijada de caminos divergentes. Desconcertado, quizás asustado, pero también con una sensación de que, con ellos, se aparecen nuevas posibilidades a nuestro alcance. Contemplemos algunos de estos caminos y veamos adónde nos llevan.

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Escuché esta historia por parte de una amiga la semana pasada. Estaba en un supermercado y vio a una mujer sollozando en uno de los pasillos. Desobedeciendo las reglas de distanciamiento físico, se dirigió a la mujer y le dio un abrazo. “Gracias”, le contestó la mujer. “Es la primera vez que alguien me abraza en diez días”.

Estar sin abrazos durante unas semanas parece un pequeño precio que pagar, si con ello se contiene una epidemia que podría cobrarse millones de vidas. El argumento inicial a favor del distanciamiento físico era que salvaría millones de vidas, al prevenir que una avalancha repentina de casos de coronavirus hiciera colapsar el sistema sanitario. Ahora las autoridades nos dicen que puede ser necesario continuar de forma indefinida con cierto distanciamiento físico, al menos hasta que exista una vacuna eficaz. Me gustaría emplazar ese razonamiento en un contexto más amplio, sobre todo cuando lo consideramos a largo plazo. Para no institucionalizar el distanciamiento y rediseñar la sociedad en torno a él, debemos ser conscientes de lo que estamos eligiendo y por qué.

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Lo mismo ocurre con los otros cambios que están teniendo lugar en el marco de la epidemia de coronavirus. Algunos analistas han señalado cómo los cambios encajan a la perfección en un programa de control totalitario. Una población temerosa acepta recortes a las libertades civiles que, de lo contrario, serían difíciles de justificar, como el seguimiento continuo de los movimientos de las personas, el tratamiento médico forzoso, la cuarentena involuntaria, las restricciones a los viajes y a la libertad de reunión, la censura de lo que las autoridades consideran desinformación, la suspensión del hábeas corpus y la vigilancia militar de los civiles. Muchas de estas medidas estaban en marcha antes de la COVID-19, pero desde su llegada se han vuelto irresistibles. Ocurre lo mismo con la automatización del comercio, la transición de la participación en eventos deportivos y de entretenimiento a la visualización a distancia, la migración de la vida de los espacios públicos a los privados, la transición de las escuelas presenciales a la educación online, el declive de las tiendas físicas y el traslado del trabajo y el ocio humanos a las pantallas. La COVID-19 está acelerando las tendencias políticas, económicas y sociales que ya existían.

A pesar de que todo lo anterior se justifica a corto plazo bajo el argumento de aplanar la curva (la curva de crecimiento epidemiológico), también estamos oyendo hablar mucho de una “nueva normalidad”, es decir, que los cambios pueden no ser temporales en absoluto. Dado que la amenaza de las enfermedades infecciosas, al igual que la amenaza del terrorismo, nunca se disipa del todo, es probable que las medidas de control se conviertan en permanentes. De todas formas, si estuviéramos avanzando en esa dirección, la justificación actual debe ser parte de un impulso más profundo. Analizaré este impulso en dos partes: el reflejo de control y la guerra contra la muerte. Así entendido, surge una oportunidad iniciática, algo que ya estamos viendo mediante la solidaridad, la compasión y los cuidados que ha inspirado la COVID-19.

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A finales de abril, las estadísticas oficiales indican que cerca de 150000 personas han muerto por la COVID-19. Para cuando llegue el fin de la pandemia, el número de fallecidos podría ser diez o cien veces mayor. Cada una de estas personas tiene seres queridos, familiares y amigos. La compasión y la conciencia nos llaman a hacer lo que podamos para evitar una tragedia innecesaria. Esto es algo personal para mí: mi queridísima pero frágil madre se encuentra entre las personas más vulnerables a esta enfermedad, que mata sobre todo a los ancianos y a las personas con una salud frágil.

¿Cuáles serán las cifras finales? Es imposible de responder a esta pregunta en el momento en que escribo estas líneas (principios de mayo). Los informes iniciales fueron alarmantes: el número oficial de Wuhan que circuló sin cesar durante semanas en los medios de comunicación fue 3,4 %, una cifra impactante que, unida a la naturaleza extremadamente contagiosa del virus, apuntaba a decenas de millones de muertes en todo el mundo, o incluso hasta cien millones. Las estimaciones han descendido recientemente, ya que se ha observado que la mayoría de los casos son leves o asintomáticos. Dado que la realización de pruebas se ha orientado hacia a los enfermos graves, la tasa de mortalidad se ha sobredimensionado artificialmente. Un artículo publicado en la revista Science sostiene que el 86 % de las infecciones no han sido documentadas, lo que apunta a una tasa de mortalidad mucho más baja de lo que indicaría la tasa actual. Un artículo posterior va aún más lejos y estima que el total de contagios en Estados Unidos se sitúa en cien veces los casos confirmados actualmente (lo que se traduciría en una tasa de mortalidad inferior al 0,1 %). Estos trabajos implican muchas conjeturas epidemiológicas extravagantes, pero un estudio que utiliza una prueba de anticuerpos ha revelado que los casos en Santa Clara, California, son inferiores en un 50-85 %.

La historia del crucero Diamond Princess refuerza este enfoque. De las 3711 personas que había a bordo, cerca del 20 % han dado positivo en el test del virus, menos de la mitad de ellos tenían síntomas y ocho han muerto. Un crucero es un escenario perfecto para el contagio y hubo tiempo de sobra como para que el virus se propagara a bordo antes de que alguien hiciera algo al respecto, y aun así solo se contagió una quinta parte de la tripulación. Es más, la edad predominante de la población del crucero era muy elevada, como la de casi todos los cruceros: casi un tercio de los pasajeros tenían más de 70 años y más de la mitad tenían más de 60. A partir del gran número de casos asintomáticos, un equipo de investigación concluyó que la verdadera tasa de mortalidad en China se sitúa en torno al 0,5 %, aunque los datos más recientes (véase arriba) indican una cifra cercana al 0,2 %. Aún así, sigue siendo de dos a cinco veces más letal que la gripe estacional. Con base en todo esto (y ajustando los datos a unas poblaciones mucho más jóvenes en África, el sur y el sudeste de Asia), mi estimación es que habrá unas 200 000 muertes en Estados Unidos y 2 millones a nivel global. Estas cifras son muy preocupantes, comparables a las de la pandemia de gripe de Hong Kong de 1968/9.

Los medios de comunicación informan diariamente del número total de casos de COVID-19, pero nadie sabe el número real porque solo se han realizado pruebas a una ínfima parte de la población. No hay forma de saber si hay decenas de millones de personas que tienen el virus de forma asintomática. Para complicar aún más el asunto, es posible que se haya informado de un mayor número de muertes por COVID-19 del que existe realmente (en muchos hospitales, si alguien muere con coronavirus se registra como una muerte por coronavirus) o menor (algunos quizás hayan muerto en casa). Repito: nadie sabe lo que está ocurriendo realmente, ni siquiera yo. Seamos conscientes de dos tendencias contradictorias en asuntos humanos: la primera es la tendencia de la histeria a retroalimentarse, a excluir información que no añade más miedo y a crear un mundo a su imagen y semejanza; la segunda es la negación, el rechazo irracional de la información que podría perturbar la normalidad y la comodidad. Tal y como pregunta Daniel Schmactenberger: “¿cómo sabes que lo que crees es verdad?”.

Los sesgos cognitivos como estos son especialmente virulentos en una atmósfera de polarización política. Por ejemplo, los progresistas tenderán a rechazar cualquier información que pueda estar incluida en una narrativa a favor de Trump, mientras que los conservadores tenderán a aceptarla.

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“Los sesgos cognitivos como estos son especialmente virulentos en una atmósfera de polarización política.”

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Ante la incertidumbre, me gustaría hacer una predicción: la crisis se desarrollará de forma que nunca lo sabremos. Si el recuento final de muertes —que en sí mismo será objeto de gran controversia— es menor de lo que se temía, algunos dirán que se debe a que los controles funcionaron. Otros dirán que la enfermedad resultó ser menos peligrosa de lo que nos contaron en un principio.

Lo más desconcertante para mí es por qué mientras escribo estas líneas parece que no hay casos nuevos en China. El gobierno no dio inicio al confinamiento hasta mucho después de que el virus se estableciera. Debería haberse expandido ampliamente durante las celebraciones del año nuevo chino cuando, a pesar de algunas restricciones de movilidad, casi todos los aviones, trenes y autobuses recorrieron todo el país, repletos de personas. ¿Qué está pasando aquí? Como he dicho antes, yo no lo sé y tú tampoco.

Independientemente de cuál sea el número final de víctimas, echemos un vistazo a otras cifras para tomar cierta perspectiva. Lo que quiero decir NO es que el coronavirus no sea para tanto y que no debamos hacer nada. Ten paciencia. En el año 2013 la FAO publicó que cinco millones de niños mueren cada año de hambre en todo el mundo. En el 2018, 519 millones de niños sufrían un retraso en el crecimiento y 50 millones presentaban emaciación (el hambre estaba disminuyendo hasta hace poco, pero ha comenzado a aumentar de nuevo en los últimos tres años). Cinco millones es una cifra 200 veces mayor que la de las personas que han muerto por la COVID-19 hasta la fecha, y, sin embargo, ningún gobierno ha declarado el estado de emergencia ni ha pedido que cambiemos de forma radical nuestro estilo de vida para salvarlos. Tampoco vemos un nivel de alarma y acción comparable en torno al suicidio (la punta del iceberg de la desesperación y la depresión), que mata a más de un millón de personas al año en todo el mundo y 50 000 en Estados Unidos. O la sobredosis de drogas (70 000 muertes en EE. UU.), la epidemia de autoinmunidad (que afecta a 23,5 millones según el Instituto Nacional de Salud estadounidense o NIH y a 50 millones según la Asociación Americana de Enfermedades Autoinmunes o AARDA), o la obesidad (que afecta a más de 100 millones). En ese sentido, ¿por qué no estamos frenéticos por evitar el apocalipsis nuclear o el colapso ecológico, sino que, por el contrario, tomamos decisiones que magnifican esos mismos peligros?

No estoy diciendo que como no hemos cambiado nuestros hábitos para evitar que los niños se mueran de hambre, tampoco deberíamos cambiarlos por el coronavirus. ¡Faltaría más! Todo lo contrario: si podemos cambiar de forma tan radical por la COVID-19, también podemos hacerlo para todas esas cuestiones. Preguntémonos por qué somos capaces de unificar nuestra voluntad colectiva para detener este virus, pero no para abordar otras graves amenazas que afronta la humanidad. ¿Por qué la sociedad ha estado tan congelada en su trayectoria actual hasta ahora?

La respuesta es reveladora: es tan sencillo como reconocer que frente al hambre en el mundo, la adicción, la autoinmunidad, el suicidio o el colapso ecológico nosotros, como sociedad, no sabemos qué hacer. Y eso se debe a que no hay nada externo contra lo que podamos luchar. Nuestras respuestas a las crisis (y todas suponen algún tipo de control) no son muy eficaces a la hora de abordar estas condiciones. Ahora se nos presenta una epidemia contagiosa y por fin podemos entrar en acción. Es una crisis en la que el control funciona: cuarentenas, bloqueos, aislamiento, lavado de manos, control de movimientos, control de información, control de nuestros cuerpos. Todo ello convierte al coronavirus en un recipiente adecuado para acoger nuestros miedos incipientes, un lugar por el cual canalizar nuestra creciente sensación de impotencia ante los cambios que están sobrepasando al mundo. La COVID-19 es una amenaza que sabemos cómo enfrentar. A diferencia de muchos de nuestros otros temores, la COVID-19 ofrece un plan.

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Las instituciones establecidas de nuestra civilización son cada vez menos capaces de responder a los desafíos de nuestra época. Y ahora reciben con los brazos abiertos un desafío que finalmente sí pueden abordar, ansiosas por aprovecharlo como una crisis crucial. Sus sistemas de gestión de la información seleccionan de forma muy natural las narraciones más alarmantes de la crisis y el público se une a la oleada de pánico fácilmente, aceptando una amenaza que las autoridades pueden manejar como si fuera la representante de las múltiples amenazas indescriptibles que no son capaces de gestionar.

La mayoría de los desafíos a los que nos enfrentamos hoy día ya no ceden ante la fuerza. Nuestros antibióticos y cirugías no logran hacer frente a las emergentes crisis sanitarias de autoinmunidad, adicción y obesidad. Nuestras armas y bombas, fabricadas para conquistar ejércitos, son inútiles a la hora de erradicar el odio en el extranjero o mantener la violencia doméstica fuera de nuestros hogares. Nuestros cuerpos de policía y prisiones no pueden curar las condiciones que propician la delincuencia. Nuestros pesticidas no pueden restaurar el suelo arruinado. La COVID-19 recuerda los buenos tiempos en que los desafíos de las enfermedades infecciosas sucumbían ante la higiene y medicina modernas, al mismo tiempo que los nazis sucumbían a la maquinaria de guerra y la propia naturaleza sucumbía (o eso parecía) ante la conquista y mejoras tecnológicas. Recuerda a aquellos días en los que nuestras armas funcionaban y el mundo parecía estar mejorando con cada técnica de control.

¿Qué tipo de problema sucumbe a la dominación y al control? El problema causado por algo del exterior, por algún Otro. Cuando la causa del problema es algo relacionado personalmente con nosotros mismos (como la desigualdad, la falta de vivienda, la adicción o la obesidad), no hay nada contra lo que luchar. Podemos intentar de fijarnos un enemigo, culpando por ejemplo a los multimillonarios, a Vladimir Putin o al mismísimo diablo, pero entonces nos perderíamos información clave, como las condiciones básicas que permiten a los multimillonarios (o a los virus) replicarse.

Si hay algo que se le da bien a nuestra civilización, es luchar contra un enemigo. Celebramos las oportunidades de realizar aquello que se nos da bien, que demuestran la validez de nuestras tecnologías, sistemas y visión del mundo. Por eso creamos enemigos, concebimos problemas como los delitos, el terrorismo y las enfermedades en términos de “nosotros contra ellos” y movilizamos nuestras energías colectivas en torno a aquellas tareas que pueden reflejarse con ese patrón. De esta forma, señalamos la COVID-19 como un llamado a las armas, reorganizando la sociedad como si de un esfuerzo bélico se tratara, mientras que normalizamos la posibilidad de enfrentarnos al apocalipsis nuclear, al colapso climático y a cinco millones de niños muriéndose de hambre.

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Dado que la COVID-19 parece justificar muchos de los elementos de la lista de deseos totalitaria, hay quienes creen que es un juego de poder deliberado. Mi objetivo no es promover ni desacreditar esa teoría, aunque ofreceré algunos comentarios a nivel general. Primero, centrémonos en una breve visión global del asunto.

Las teorías (hay muchas variantes) hablan del Evento 201 (patrocinado por la Fundación Gates, la CIA, etc. el pasado septiembre) y un informe de la Fundación Rockefeller del 2010 que detalla un escenario llamado Lockstep (“bloqueo”, en castellano). Ambos disponen la respuesta autoritaria a una pandemia hipotética, señalando que la infraestructura, tecnología y margo legal para la ley marcial ha ido preparándose durante muchos años. Lo único que era necesario, sostienen, era una forma de conseguir que el público lo aceptara y ese momento ha llegado ahora. Independientemente de que los controles actuales sean permanentes o no, se está sentando un precedente para:

  • El seguimiento de los movimientos de las personas en todo momento (por el coronavirus).
  • La suspensión de la libertad de reunión (por el coronavirus).
  • La vigilancia militar de los civiles (por el coronavirus).
  • La detención extrajudicial indefinida (cuarentena, por el coronavirus).
  • La prohibición de dinero en efectivo (por el coronavirus).
  • La censura de Internet (para combatir la desinformación, por el coronavirus).
  • La vacunación y otros tratamientos médicos obligatorios, estableciendo la soberanía del Estado sobre nuestros cuerpos (por el coronavirus).
  • La clasificación de todas las actividades y destinos en lo expresamente permitido y lo expresamente prohibido (puedes salir de casa para esto, pero no para aquello), eliminando las zonas grises no vigiladas y no jurídicas. Esa totalidad es la verdadera esencia del totalitarismo. Aunque ahora sea necesario porque, bueno, por el coronavirus.

Todo esto es muy jugoso para las teorías de la conspiración. Hasta donde sé, una de esas teorías podría ser cierta. Sin embargo, la misma sucesión de eventos podría desarrollarse a partir de una inclinación sistémica e inconsciente hacia un control cada vez mayor. ¿De dónde viene esta inclinación? Está confinada en el ADN de la civilización. Durante milenios, la civilización (a diferencia de las culturas tradicionales a pequeña escala) ha entendido el progreso como una cuestión de ejercer el control sobre el mundo: domesticando lo salvaje, conquistando a los bárbaros, dominando las fuerzas de la naturaleza y ordenando la sociedad mediante la ley y la razón. El ascenso del control se vio acelerado por la revolución científica, que impulsó el “progreso” a unas cotas aún más altas: la clasificación de la realidad en categorías y cantidades objetivas y el dominio de la materialidad con la tecnología. Por último, las ciencias sociales prometieron el uso de los mismos medios y métodos para satisfacer la aspiración (que se remonta a tiempos de Platón y Confucio) de diseñar una sociedad perfecta.

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“La inclinación sistémica e inconsciente hacia un control cada vez mayor está confinada en el ADN de la civilización. Durante milenios, la civilización ha entendido el progreso como una cuestión de ejercer el control sobre el mundo.”

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Por lo tanto, los que gestionan la civilización recibirán con agrado cualquier oportunidad para reforzar su control ya que, después de todo, está al servicio de una gran visión del destino de la raza humana: un mundo perfectamente ordenado, en el que la enfermedad, el crimen, la pobreza y quizás el propio sufrimiento puedan eliminarse. No es necesario ningún motivo nefasto. Como es natural, les gustaría seguir el rastro de todas las personas, pues les vendría muy bien para asegurar el bien común. Para ellos, la COVID-19 muestra hasta qué punto es necesario. “¿Podemos permitirnos tener libertades democráticas teniendo en cuenta el coronavirus?”, se preguntan. “¿Debemos sacrificarlas por nuestra propia seguridad en vista de las necesidades actuales?”. Es una cantinela que nos suena, pues ya ha acompañado otras crisis en el pasado, como la del 11S.

Para reutilizar una metáfora común, imagina un hombre con un martillo, acechando por ahí en busca de una razón para usarlo. De repente, ve un clavo que sobresale. Ha estado buscando un clavo durante mucho tiempo, aporreando tornillos y pernos sin lograr gran cosa. Según él, vive en un mundo en el que los martillos son las mejores herramientas y el planeta puede mejorar a golpe de martillear clavos. ¡Y aquí hay uno! Podríamos sospechar que, en su afán por martillear, él mismo haya colocado el clavo, pero no importa. Quizás eso que sobresale ni siquiera sea un clavo, pero se le parece lo suficiente como para empezar a martillearlo. Cuando la herramienta está preparada, surge la oportunidad de usarla.

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Y añadiré, para todos aquellos que tiendan a dudar de las autoridades, que quizás esta vez sí sea un clavo en realidad. En ese caso, el martillo es la herramienta adecuada; así, el principio del martillo se verá reforzado, preparado para aporrear tornillos, botones, grapas y desgarros.

Sea como fuere, el problema que tratamos aquí es mucho más serio que el derrocar a un círculo malvado de Illuminati. Aunque existieran, la inclinación de la civilización haría que la misma tendencia persistiera sin ellos, o bien surgirían unos nuevos Illuminati para asumir las funciones de los anteriores.

Cierto o no, la idea de que la epidemia es un complot monstruoso perpetrado por los malhechores sobre la población no se encuentra muy alejada de la mentalidad que busca el patógeno. Es una mentalidad de cruzadas, una mentalidad bélica. Localiza el origen de una enfermedad sociopolítica en un patógeno que podemos combatir, un victimario separado de nosotros mismos. Existe el riesgo de ignorar las condiciones que hacen que la sociedad sea un suelo fértil para que esta trama arraigue. El hecho de que este suelo se haya sembrado deliberadamente o que lo haya hecho el viento es, en mi opinión, un debate secundario.

Lo que voy a decir a continuación es relevante independientemente de que el SARS-CoV2 sea un arma biológica diseñada genéticamente o no, esté relacionado con el despliegue de las redes 5G, esté siendo utilizado “para impedir la revelación de información”, sea un caballo de Troya para un gobierno mundial totalitario, sea más mortífero de lo que nos han dicho, sea menos mortífero de lo que nos han dicho, se originase en un laboratorio biológico de Wuhan, se originase en Fort Detrick o sea exactamente lo que la CDC (Centro para el Control y Prevención de Enfermedades de EE. UU.) y la OMS nos han estado contando. Es aplicable incluso si todo el mundo está totalmente equivocado en cuanto al papel del virus SARS-CoV-2 en la epidemia actual. Tengo mi propia opinión al respecto, pero si hay algo que he aprendido en el curso de esta emergencia es que en realidad no sé lo que está ocurriendo. No sé cómo nadie podría saberlo, en el convulso maremágnum de noticias, rumores, información oculta, noticias falseadas, teorías de la conspiración, propaganda y discursos politizados que pueblan Internet. Desearía que muchas más personas aceptasen el no saber. Y se lo digo tanto a aquellos que aceptan la narrativa dominante como a los que están en contra. ¿Qué información deberíamos bloquear para mantener la integridad de nuestros puntos de vista? Seamos humildes en nuestras creencias: es una cuestión de vida o muerte.

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Mi hijo de 7 años no ha visto ni jugado con otro niño en dos semanas. Millones de otros niños están en el mismo barco. La mayoría estaría de acuerdo en que un mes sin interacciones sociales por parte de esos niños es un sacrificio razonable para salvar un millón de vidas, pero… ¿Y para salvar 100 000 vidas? ¿Y si el sacrificio no durase un mes sino un año? ¿O cinco años? Diferentes personas tendrían diferentes opiniones al respecto, según sus propios valores.

Sustituyamos las preguntas anteriores por algo más personal, por algo que cale la inhumana mentalidad utilitarista que convierte a las personas en estadísticas y sacrifica algunas de ellas por algo en concreto. La pregunta importante para mí es: ¿le pediría a todos los niños del país que dejaran los juegos a un lado durante una temporada si con eso redujera el riesgo de que mi madre se muera o, en tal caso, yo mismo? ¿Decretaría el fin de los abrazos y apretones de manos entre humanos si con eso salvara mi propia vida? No es que menosprecie la vida de mi madre o la mía propia, ambas son muy valiosas. Estoy agradecido por cada día que ella sigue aquí con nosotros. Pero estas preguntas traen a colación unas cuestiones peliagudas. ¿Cuál es la forma correcta de vivir? ¿Cuál es la forma correcta de morir?

La respuesta a estas preguntas, ya sea en el nombre de uno mismo o en el de la sociedad en general, depende de cómo consideremos la muerte y de cuánto valoremos el juego, el tacto y la unión, así como las libertades civiles y la libertad personal. No hay una fórmula sencilla que equilibre estos valores.

A lo largo de mi vida he visto a la sociedad hacer un mayor hincapié en la seguridad, la protección y la reducción de riesgos. Esto ha tenido un impacto especial en la infancia: cuando éramos niños, era normal que caminásemos en torno a un kilómetro de casa sin supervisión, un comportamiento que hoy día haría que los padres se ganaran una visita de los servicios de protección de menores. También es visible en la forma de guantes de látex usados en cada vez más profesiones, el omnipresente desinfectante de manos, los centros escolares cerrados, vigilados y custodiados, la intensificación de la seguridad en fronteras y aeropuertos, la mayor conciencia de la responsabilidad legal y los seguros de responsabilidad civil, los detectores de metales y los registros antes de entrar a muchos edificios públicos y estadios deportivos, etc. A gran escala, estas medidas toman la forma de un estado de seguridad.

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El mantra de que “la seguridad es lo primero” proviene de un sistema de valores que prioriza la supervivencia ante todo y que desprecia otros valores como la diversión, la aventura, el juego y el desafío de los límites. Otras culturas tenían otras prioridades. Por ejemplo, muchas culturas tradicionales e indígenas son mucho menos protectoras con los niños, como documenta el clásico de Jean Liedloff titulado El concepto del continuum. Les permiten tomar riesgos y responsabilidades que parecerían una locura para la mayoría de las personas hoy en día, pues creen que es necesario para que los niños desarrollen la autosuficiencia y un buen juicio. Creo que la mayoría de la población actual, especialmente los jóvenes, conservan parte de esta voluntad inherente de sacrificar la seguridad para vivir una vida plena. Sin embargo, la cultura que nos rodea nos presiona de forma implacable a vivir con miedo y ha construido sistemas que personifican ese temor. En esos sistemas, permanecer a salvo es lo más importante. Por eso tenemos un sistema sanitario en el que la mayoría de las decisiones se basan en cálculos de riesgo y en los que el peor pronóstico posible (que supone el máximo fracaso del médico) es la muerte. A pesar de todo esto, sabemos que la muerte sigue estando al final del camino. Salvar una vida en realidad es aplazar una muerte. Una vida salvada es en realidad una muerte aplazada.

La culminación final del programa de control de la civilización sería el triunfo sobre la propia muerte. En su defecto, la sociedad moderna se conforma con un facsímil de ese triunfo: la negación en vez de la conquista. La nuestra es una sociedad de negación de la muerte, que esconde sus cadáveres, idolatra la juventud y almacena a las personas mayores en residencias. Incluso su obsesión con el dinero y la propiedad (extensiones del yo, tal y como indica la palabra “mío”) expresan la ilusión de que el yo impermanente puede hacerse permanente mediante sus accesorios. Todo esto es inevitable si tomamos el relato de uno mismo que nos ofrece la modernidad: el individuo separado en un mundo de Otros. Rodeado por competidores genéticos, sociales y económicos, ese yo debe protegerse y dominar para prosperar. Deber hacer todo cuanto pueda para evitar la muerte que, en la historia de la separación, es la aniquilación total. Incluso La biología incluso nos ha enseñado que está en nuestra propia naturaleza el maximizar nuestras posibilidades de supervivencia y reproducción.

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“La culminación final del programa de control de la civilización sería el triunfo sobre la propia muerte. En su defecto, la sociedad moderna se conforma con un facsímil de ese triunfo: la negación en vez de la conquista.”

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Le pregunté a una amiga, una médica que ha pasado algún tiempo con el pueblo Q’ero en Perú, si los Q’ero intubarían a alguien (si pudieran) para prolongar su vida. “Por supuesto que no”, me contestó. “Llamarían al chamán para ayudarlo a morir bien”. Morir bien (que no es necesariamente lo mismo que morir sin dolor) no tiene mucha cabida en el vocabulario médico actual. No se guarda ningún registro hospitalario que documente si los pacientes mueren bien. No se consideraría como un resultado positivo. En el mundo del yo separado, la muerte es la catástrofe definitiva.
Pero… ¿Lo es de verdad? Reflexionemos sobre el punto de vista de la doctora Lissa Rankin: “no todos querríamos estar en la UCI, aislados de nuestros seres queridos, con una máquina que respira por nosotros y con el riesgo de morir solos, incluso si todo ello hiciera que nuestras posibilidades de sobrevivir fueran más altas. Algunos de nosotros preferiríamos estar en los brazos de nuestros seres queridos en casa, aunque eso significase que nuestra hora hubiera llegado… Recordad: la muerte no es el final. Morir es volver a casa”.

Cuando se entiende el yo como algo relacional, interdependiente e incluso inter-existente, entonces se infiltra en el otro, y ese otro se infiltra en uno mismo. Al comprender el yo como un epicentro de conciencia en una matriz de relaciones, ya no se busca un enemigo como la clave para entender cada problema, sino que se buscan los desequilibrios en las relaciones. La guerra contra la muerte da paso a la búsqueda por vivir bien y plenamente, y nos damos cuenta de que el miedo a la muerte es en realidad el miedo a la vida. ¿A cuántas cosas de nuestra vida renunciaremos para mantenernos a salvo?

El totalitarismo, la perfección del control, es el producto final inevitable de la mitología del yo separado. ¿Qué otra cosa merecería un control total que no sea una amenaza a la vida, como la guerra? Es por ello que Orwell identificó la guerra perpetua como un componente esencial del gobierno del Partido.

Con el programa de control, la negación de la muerte y el yo separado como telón de fondo, la suposición de que la política pública debería tratar de minimizar el número de muertes es casi indiscutible, un objetivo al que otros valores como el juego o la libertad (entre otros) están subordinados. La COVID-19 ofrece una ocasión para ampliar esa perspectiva. Sí, hagamos que la vida sea sagrada, más sagrada que nunca. Eso es lo que la muerte nos enseña. Hagamos que todas las personas (jóvenes o ancianas, enfermas o sanas) como los seres sagrados, preciados y queridos que son. Y, en lo más profundo de nuestros corazones, hagamos sitio a otros valores sagrados. Sacralizar la vida no es simplemente vivir durante mucho tiempo: es vivir bien, correcta y plenamente.

Como todos los miedos, el miedo en torno al coronavirus apunta hacia lo que puede haber más allá. Cualquiera que haya sufrido el fallecimiento de alguien cercano sabe que la muerte es un portal hacia el amor. La COVID-19 ha enaltecido la muerte en la conciencia de una sociedad que la niega. Al otro lado del miedo podemos ver el amor que libera la muerte. Dejemos que fluya a través nosotros. Dejemos que empape la tierra de nuestra cultura y llene sus acuíferos de manera que se filtre por las grietas de nuestras instituciones quebradizas, nuestros sistemas y nuestras costumbres. Algunos de estos quizás también mueran.

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¿Cuánto de nuestras vidas queremos sacrificar en aras de la seguridad? Si con ello estamos más seguros, ¿queremos vivir en un mundo en el que las personas nunca se reúnan? ¿Queremos llevar mascarillas en público continuamente? ¿Queremos pasar por exámenes médicos cada vez que viajemos, si con ello salvamos algunas vidas al año? ¿Estamos dispuestos a aceptar la medicalización de la vida en general, entregando la soberanía final sobre nuestros cuerpos a las autoridades sanitarias, seleccionadas por los políticos? ¿Queremos que todos los eventos sean virtuales? ¿Hasta qué punto estamos dispuestos a vivir con miedo?

Con el paso del tiempo la COVID-19 menguará, pero la amenaza de sufrir enfermedades infecciosas es permanente. Nuestra respuesta sentará precedentes para el futuro. La vida pública, la vida comunal y la vida física compartida ha ido disminuyendo a lo largo de varias generaciones. En vez de comprar en tiendas, hacemos que nos envíen las cosas a nuestros hogares. En vez de grupos de niños jugando en la calle, tenemos reuniones de juegos y aventuras digitales. En vez de la plaza pública, tenemos un foro online. ¿Queremos seguir aislándonos aún más de los demás y del mundo que nos rodea?

No es difícil imaginar, sobre todo si el distanciamiento físico tiene éxito, que la COVID-19 persista más allá de los 18 meses que, según dicen, se espera que tardará en agotar su recorrido. No es difícil imaginar que, durante ese tiempo, aparecerán nuevos virus. No es difícil imaginar que las medidas de emergencia se normalizarán (con el fin de prevenir la posibilidad de otro brote), del mismo modo que el estado de emergencia que se declaró tras el 11-S sigue vigente hoy en día. No es difícil imaginar que, como nos dicen, es posible contagiarse de nuevo, por lo que la enfermedad nunca terminará. Eso significa que los cambios temporales en nuestra forma de vivir quizás se vuelvan permanentes.

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“Con el paso del tiempo la COVID-19 menguará, pero la amenaza de sufrir enfermedades infecciosas es permanente. Nuestra respuesta sentará precedentes para el futuro.”

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¿Elegiremos vivir en una sociedad sin abrazos, apretones de manos y “choca esos cinco” para siempre con el fin de reducir el riesgo de otra pandemia? ¿Elegiremos vivir en una sociedad en la que no nos reunamos en masa nunca más? ¿Los conciertos, las competiciones deportivas y los festivales serán cosa del pasado? ¿Los niños no jugarán más con otros niños? ¿Se mediará todo el contacto humano por ordenadores y mascarillas? ¿No habrá más clases de baile ni de kárate, conferencias, ni iglesias? ¿Será la reducción de muertes el estándar por el que midamos el progreso? ¿Los avances humanos implican separación? ¿Es este el futuro?

Lo misma pregunta se plantea en relación a las herramientas administrativas necesarias para controlar los movimientos de las personas y el flujo de la información. En el momento en que escribo este artículo, el país al completo camina hacia el confinamiento. En algunos países es necesario imprimir un formulario de una página web del gobierno para poder salir de casa. Me recuerda al colegio, cuando cualquier traslado debía ser autorizado. O a la prisión. ¿Estamos visualizando un futuro de pases electrónicos, un sistema en el que la libertad de movimiento esté regida en todo momento y de forma permanente por los administradores del Estado y sus programas informáticos? ¿En el que todos los movimientos sean monitorizados, ya estén permitidos o prohibidos? ¿Y en el que, por nuestra seguridad, la información que amenace nuestra salud (de nuevo, según la decisión de varias autoridades) sea censurada por nuestro propio bien? Ante una emergencia, como en un estado de guerra, aceptamos dichas restricciones y renunciamos a nuestras libertades de forma temporal. Al igual que el 11-S, la COVID-19 supera cualquier objeción.

Es la primera vez en la historia que existen los medios tecnológicos para hacer realidad esta visión, al menos en el mundo desarrollado (como, por ejemplo, el uso de datos de localización de los teléfonos móviles para imponer el distanciamiento físico, lee esto también). Después de una transición tumultuosa, podríamos vivir en una sociedad en la que casi todos los aspectos de la vida se desarrollan de forma online: compras, reuniones, entretenimiento, socialización, trabajo e incluso citas. ¿Es eso lo que queremos? ¿Cuántas vidas salvadas vale eso?

Estoy seguro de que muchos de los controles activos en vigor hoy día se relajarán parcialmente en unos meses. Relajados parcialmente, pero listos y a mano. Mientras las enfermedades infecciosas permanezcan entre nosotros, es probable que se impongan de nuevo, una y otra vez, en el futuro, o bien que se autoimpongan como costumbres. Tal y como dice Deborah Tannen en su contribución al artículo de la web Politico sobre cómo el coronavirus cambiará el mundo de forma permanente, “ahora sabemos que tocar cosas, estar con otras personas y respirar el aire en un espacio cerrado puede ser arriesgado… Retroceder ante un apretón de manos o evitar tocarnos la cara podría convertirse en una reacción instintiva y es posible que todos como sociedad caigamos en un TOC, ya que ninguno de nosotros puede dejar de lavarse la manos”. Después de miles y millones de años de tacto, contacto y unión… ¿Alcanzaremos la cúspide del progreso humano al dejar de realizar dichas actividades por ser demasiado arriesgadas?

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La paradoja del programa de control es que su progreso rara vez nos acerca más hacia su objetivo. A pesar de que haya sistemas de seguridad en casi todos los hogares de clase media-alta, las personas no se sienten menos ansiosas o inseguras de lo que estaban hace una generación. A pesar de las elaboradas medidas de seguridad, las escuelas no están presenciando menos tiroteos masivos. A pesar del increíble progreso de la tecnología médica, en los últimos 30 años las personas han adoptado una vida menos saludable, ya que las enfermedades crónicas han proliferado y la esperanza de vida se ha estancado (y ha empezado a disminuir en EE. UU. y Gran Bretaña).

De la misma forma, las medidas que se están implementando para controlar la COVID-19 pueden acabar causando más sufrimiento y muertes de los que previenen. Minimizar las muertes significa minimizar las muertes que sabemos predecir y medir. Es imposible medir las muertes añadidas que pueden derivar de la depresión inducida por el aislamiento, por ejemplo, o por la desesperación causada por el desempleo, o la disminución de la inmunidad y el deterioro de la salud que puede provocar el miedo crónico. Se ha demostrado que la soledad y la falta de contacto social aumentan la inflamación, la depresión y la demencia. Según la doctora Lissa Rankin, la contaminación del aire aumenta el riesgo de morir en un 6 %; la obesidad, en un 23 %; el abuso del alcohol, en un 37% y la soledad, en un 45 %.

Otro peligro que no se está contabilizando es el deterioro de la inmunidad provocado por una higiene excesiva y el distanciamiento. El contacto social no es el único contacto necesario para la salud, también lo es contacto con el mundo microbiano. En términos generales, los microbios no son nuestros enemigos, sino unos aliados en lo que respecta a nuestra salud. Es esencial tener un bioma intestinal diverso, compuesto por bacterias, virus, hongos y otros organismos para que nuestro sistema inmunológico funcione correctamente y esta diversidad se mantiene mediante el contacto con otras personas y con el mundo vivo. Un lavado de manos excesivo, el abuso de los antibióticos, la limpieza aséptica y la falta de contacto humano pueden hacer más mal que bien. Las alergias y los trastornos autoinmunes derivados podrían ser peores que la enfermedad infecciosa a la que sustituyen. Desde un punto de vista social y biológico, la salud proviene de la comunidad. La vida no prospera en aislamiento.

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“Desde un punto de vista social y biológico, la salud proviene de la comunidad. La vida no prospera en aislamiento.”

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Contemplar el mundo con una perspectiva de “nosotros contra ellos” nos ciega a la realidad de que la vida y la salud tienen lugar en comunidad. Utilizando el ejemplo de las enfermedades infecciosas, no logramos mirar más allá del malvado patógeno y preguntarnos: ¿cuál es el papel de los virus en el microbioma? ¿Cuáles son las condiciones corporales en las proliferan los virus nocivos? ¿Por qué algunas personas tienen síntomas leves y otras, síntomas graves (además de la pseudoexplicación comodín de tener una “resistencia baja”)? ¿Qué papel positivo podrían desempeñar las gripes, resfriados y otras enfermedades no letales en el mantenimiento de la salud?

El pensamiento de la guerra contra los gérmenes obtiene resultados similares a los de la guerra contra el terrorismo, la guerra contra el crimen, la guerra contra las malas hierbas y las interminables guerras que luchamos en la política y la sociedad. En primer lugar, genera una guerra sin fin; en segundo, desvía la atención de las condiciones intrínsecas que originan enfermedades, terrorismo, crímenes, malas hierbas, etc.

A pesar de la afirmación perenne de los políticos de que es necesario acometer una guerra en interés de la paz, es inevitable que la guerra traiga consigo más guerra. Bombardear países para matar terroristas no solo ignora las condiciones intrínsecas del terrorismo, sino que las exacerba. Encerrar a criminales no solo ignora las condiciones que originan el crimen, sino que crea esas condiciones al romper familias y comunidades y aculturar a los encarcelados en la criminalidad. Y las prescripciones de antibióticos, vacunas, antivirales y otros fármacos causan estragos en la ecología de nuestros cuerpos, que es la base de una inmunidad robusta. Dejando a un lado nuestros organismos, las campañas de fumigación masiva desencadenadas por el Zika, el dengue y ahora la COVID-19 causarán daños incalculables en la ecología de la naturaleza. ¿Ha considerado alguien cuáles serán los efectos en el ecosistema cuando los rociemos con compuestos antivirales? Esta medida (que ha sido implementada en varios lugares de China e India) solo tiene cabida desde la mentalidad de la separación, que no entiende que los virus son una parte integral de la vida.

Para comprender la cuestión de las condiciones intrínsecas, echemos un vistazo a algunas de las estadísticas de mortalidad de Italia (de su Instituto Nacional de Salud), basadas en un análisis de cientos de muertes por COVID-19. De los analizados, menos del 1 % estaban libres de enfermedades crónicas graves. Alrededor del 75 % sufría de hipertensión, el 35 % de diabetes, el 33 % de isquemia cardiaca, el 24 % de fibrilación auricular, el 18 % de disfunción renal, junto con otras enfermedades que no pude descifrar en el informe italiano. Casi la mitad de los fallecidos tenían tres o más de estas patologías graves. Los estadounidenses, asolados por la obesidad, la diabetes y otras condiciones crónicas, son al menos igual de vulnerables que los italianos. ¿Deberíamos entonces culpar al virus (que mató a unas cuantas personas sanas) o deberíamos culpar a la mala salud que subyace en la sociedad? Aquí también se aplica la analogía de la soga tensa. Millones de personas en el mundo moderno se encuentran en un estado de salud precario, esperando a que algo que normalmente sería banal las lleve al borde del precipicio. Lógicamente, a corto plazo queremos salvarles la vida. El peligro reside en que nos perdamos en una sucesión interminable de cortos plazos, luchando contra una enfermedad infecciosa tras otra y sin abordar en ningún momento las condiciones intrínsecas que hacen a las personas tan vulnerables. Ese es un problema mucho más complicado porque estas condiciones intrínsecas no cambiarán mediante la lucha. No existe ningún patógeno que provoque la diabetes o la obesidad, la adicción, la depresión o el trastorno de estrés postraumático. Sus causas no son un agente externo, no son un virus separado de nosotros ni nosotros somos sus víctimas.

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Incluso en enfermedades como la COVID-19, en la que podemos identificar un virus patógeno, el asunto no es tan simple como una guerra entre el virus y su víctima. Existe una alternativa a la teoría microbiana de la enfermedad que considera a los gérmenes como parte de un proceso mayor. Cuando las condiciones son adecuadas, los gérmenes se multiplican en el cuerpo, matando en ocasiones al huésped, pero también, potencialmente, mejorando las condiciones a las que se adaptaron en un principio, como por ejemplo limpiando las desechos tóxicos acumulados mediante la secreción de mocos o, metafóricamente hablando, quemándolos con la fiebre. Esta teoría en ocasiones recibe el nombre de “teoría del terreno” y defiende que los gérmenes son más un síntoma que la causa de la enfermedad. Un meme lo refleja a la perfección: “tu pez está enfermo. Teoría de la enfermedad: aísla al pez. Teoría del terreno: limpia el tanque”.

La cultura moderna de la salud se ve afligida por una esquizofrenia particular. Por un lado, está el floreciente movimiento del bienestar (o wellness) que se abre a la medicina alternativa y holística. Aboga por las hierbas, la meditación y el yoga para potenciar la inmunidad. Valida las dimensiones emocionales y espirituales de la salud, tales como el poder de las actitudes y las creencias para enfermar o para curar. Todo esto parece haber desaparecido tras el tsunami del coronavirus, ya que la sociedad vuelve a la antigua ortodoxia por defecto.

Un buen ejemplo son los acupunturistas de California, que se han visto obligados a cerrar sus negocios tras ser catalogados como un servicio “no esencial”. Esto es totalmente comprensible desde el prisma de la virología convencional, pero, como un acupunturista señaló en Facebook: “¿qué hay de mi paciente, con el que estoy trabajando para que deje de tomar opiáceos para el dolor de espalda? Va a tener que empezar a usarlos de nuevo”. Desde el punto de vista de las autoridades médicas, las modalidades alternativas, la interacción social, las clases de yoga, los suplementos y un largo etcétera son frívolos a la hora de tratar enfermedades reales causadas por virus reales. Ante una crisis, estas realidades quedan relegadas al reino etéreo del “bienestar”. El resurgimiento de la ortodoxia frente a la COVID-19 es tan intenso que cualquier cosa remotamente inusual, como es la vitamina C administrada por vía intravenosa, había quedado descartada por completo en Estados Unidos hasta hace dos días (todavía pululan por ahí artículos que “exponen” el “mito” de que la vitamina C puede ayudar a combatir la COVID-19). Tampoco he oído al Centro para el Control y Prevención de Enfermedades evangelizar sobre los beneficios del extracto de baya del saúco, los hongos medicinales, la reducción del consumo de azúcar, la NAC (N-acetil cisteína), el astrágalo o la vitamina D. No son meras cábalas sobre el “bienestar”, sino que todas ellas están respaldadas por una amplia investigación y explicaciones fisiológicas. Por ejemplo, la NAC (información generalensayo doble ciego controlado con placebo) ha demostrado reducir drásticamente la incidencia y la gravedad de los síntomas de enfermedades parecidas a la gripe.

Tal y como indican las estadísticas que he mencionado anteriormente sobre la autoinmunidad, la obesidad, etc., Estados Unidos y el mundo moderno en general se enfrentan a una crisis sanitaria. ¿La respuesta es hacer lo mismo que hemos estado haciendo, pero con más ahínco? Hasta la fecha, la respuesta al coronavirus ha sido duplicar la ortodoxia y apartar las prácticas no convencionales y los puntos de vista discordantes. Otra respuesta sería ampliar nuestra perspectiva y examinar el sistema al completo, incluyendo quién paga por ello, cómo se concede el acceso y cómo se financia la investigación, pero también abriendo el abanico para incluir campos marginales como la herbología, la medicina funcional y la medicina de la energía. Quizás podamos aprovechar esta oportunidad para reevaluar las teorías predominantes sobre la enfermedad, la salud y el cuerpo. Sí, protejamos a los peces enfermos de la mejor forma posible ahora mismo, pero si limpiamos el tanque antes quizás la próxima vez no tengamos que aislar y medicar a tantos peces.

Con todo esto no estoy diciendo que salgas corriendo ahora mismo a comprar NAC o cualquier otro suplemento ni que, como sociedad, debamos dar un giro radical a nuestra respuesta, suspender el distanciamiento físico inmediatamente y empezar a tomar suplementos en su lugar. Pero podemos aprovechar esta ruptura de la normalidad, esta pausa en nuestra encrucijada, para elegir de forma consciente el camino que seguiremos para avanzar: qué tipo de sistema de salud, qué tipo de paradigma sanitario, qué tipo de sociedad. Esta reevaluación ya está teniendo lugar a medida que ideas como la asistencia sanitaria universal y gratuita están tomando fuerza en los EE. UU. Y ese camino también lleva a otras bifurcaciones. ¿Qué tipo de asistencia sanitaria se universalizará? ¿Estará disponible para todos o será obligatoria para todos, de manera que todos los ciudadanos sean pacientes? Tal vez acabemos con un código de barras tatuado con tinta invisible que certifique que se está al día de todas las vacunas y revisiones obligatorias. Así podríamos ir a la escuela, subir a un avión o entrar a un restaurante. Este es uno de los caminos hacia el futuro ante nosotros.

Ahora también hay otra opción disponible. En vez de redoblar el control, podríamos adoptar finalmente los paradigmas y las prácticas holísticas que se han mantenido al margen, esperando a que el centro se disolviera para que, en nuestra humilde situación, podamos llevarlas al centro y construir un nuevo sistema a su alrededor.

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Hay una alternativa al paraíso de control perfecto que nuestra civilización ha perseguido durante tanto tiempo y que retrocede igual de rápido que nuestro progreso, como si fuera un espejismo en el horizonte. Sí, podemos actuar como antes y continuar por el camino hacia un mayor aislamiento, reclusión, dominación y separación. Podemos normalizar el aumento de los niveles de separación y control, creer que son necesarios para mantenernos seguros y aceptar un mundo en el que nos asuste estar cerca unos de otros. O podemos aprovechar de esta pausa, esta ruptura de la normalidad, para tomar un camino de reencuentro, de holismo, de restauración de conexiones perdidas, de reparación de la comunidad y de reincorporación a la red de la vida.

¿Redoblamos la protección del yo separado o aceptamos la invitación a un mundo en el que todos nosotros estamos juntos en esto? No nos encontramos esta pregunta únicamente en el campo de la medicina: también aparece en nuestra política, nuestra economía y en nuestras vidas personales. Tomemos por ejemplo el tema de la acumulación compulsiva, que encarna el pensamiento de “no habrá suficiente para todos, así que voy a asegurarme de que haya suficiente para mí”. Otra respuesta podría ser: “algunos no tienen suficiente, así que compartiré lo que tengo con ellos”. ¿Vamos a ser supervivientes o solidarios? ¿De qué sirve la vida?

A mayor escala, la gente se está haciendo preguntas que hasta ahora habían permanecido en la esfera activista. ¿Qué deberíamos hacer con los sintecho? ¿Qué deberíamos hacer con las personas encarceladas? ¿En las chabolas del Tercer Mundo? ¿Qué deberíamos hacer con los desempleados? ¿Y qué hay de las camareras de pisos, los conductores de Uber, los fontaneros, los conserjes, las conductoras de autobuses y los cajeros que no pueden trabajar desde casa? Y ahora, por fin, ideas como el alivio de la deuda estudiantil y la renta básica universal están floreciendo. “¿Cómo protegemos a las personas vulnerables ante el coronavirus?” nos lleva a preguntarnos: “¿cómo cuidamos de las personas vulnerables en general?”

Ese es el impulso que nos remueve por dentro, a pesar de la superficialidad de nuestras opiniones sobre la gravedad, el origen o la mejor forma de abordar el coronavirus. Se trata de ponernos serios sobre cuidar los unos de los otros. Recordemos lo valiosos que todos somos y lo valiosa que es la vida. Hagamos un inventario de nuestra civilización, vayamos a sus raíces y veamos si podemos construir una más bella.

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“Recordemos lo valiosos que todos somos y lo valiosa que es la vida. Hagamos un inventario de nuestra civilización, vayamos a sus raíces y veamos si podemos construir una más bella.”

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A medida que el coronavirus despierta nuestra compasión, cada vez somos más los que nos damos cuenta de que no queremos volver a una normalidad en la que la compasión brilla por su ausencia. Ahora tenemos la oportunidad de forjar una normalidad nueva y más compasiva.

Hay muchos indicios esperanzadores de que esto está ocurriendo ya. El gobierno de los EE. UU., que durante mucho tiempo parecía ser prisionero de los desalmados intereses corporativos, ha arrojado cientos de miles de millones de dólares en pagos directos a las familias. Donald Trump, que no es conocido precisamente por ser un adalid de la compasión, ha establecido una moratoria en las ejecuciones hipotecarias y desahucios. Podemos adoptar un punto de vista cínico respecto a ambos sucesos, desde luego. Sin embargo, encarnan el principio de cuidar de los vulnerables.

Escuchamos historias de solidaridad y curación en todas partes del mundo. Un amigo me contó que había enviado 100 dólares a diez desconocidos que estaban pasando verdaderos apuros. Mi hijo, que hasta hace unos días trabajaba en Dunkin’ Donuts, me dijo que los clientes estaban dando propinas cinco veces superior a lo normal (y estamos hablando de personas de clase trabajadora, muchos de ellos camioneros hispanos que también atraviesan dificultades económicas). Las médicas, enfermeras y “trabajadoras esenciales” de otras profesiones arriesgan sus vidas para servir al público. Estos son algunos ejemplos más de este estallido de amor y generosidad, cortesía de la página web ServiceSpace:

“Quizás estamos a medio camino de vivir esa nueva historia. Imagina a la fuerza aérea italiana tocando la música de Pavarotti, a los militares españoles realizando un servicio público y a la policía local tocando la guitarra… Para *inspirar* a los demás. A las corporaciones ofreciendo aumentos de salario imprevistos. A los canadienses comenzando una campaña de “propagación de la amabilidad”. A una adorable niña de seis años de Australia regalando el dinero del ratoncito Pérez, a un niño de primaria de Japón confeccionando 612 mascarillas y a universitarios de todo el mundo comprando comida a ancianos. A Cuba enviando un ejército de “batas blancas” (médicos) para ayudar a Italia. A un casero permitiendo que sus inquilinos permanezcan en su hogar sin pagar el alquiler, un poema de un sacerdote irlandés viralizándose, a activistas discapacitados fabricando gel desinfectante de manos. Imagina (todo eso). A veces una crisis refleja nuestro impulso más profundo: el hecho de que siempre podemos responder con compasión.“

Como Rebecca Solnit describe en su maravilloso libro titulado Un paraíso construido en el infierno, a menudo el desastre libera la solidaridad. Un mundo más bello brilla justo bajo la superficie, emergiendo cada vez que los sistemas que lo mantienen bajo el agua disminuyen su control.

Durante mucho tiempo, hemos permanecido impotentes como colectivo ante una sociedad cada vez más enferma. Ya sea por el deterioro constante de la salud, el declive de las infraestructuras, la depresión, el suicidio, las adicciones, la degradación ecológica o la concentración de la riqueza, los síntomas del malestar civilizacional en el mundo desarrollado son evidentes, pero nos hemos quedado atascados en los sistemas y patrones que los causan. Ahora el coronavirus nos ha regalado un botón de reinicio.

Nos esperan un millón de encrucijadas. La renta básica universal podría significar el fin de la inseguridad económica y la prosperidad de la creatividad, ya que liberaría a millones de personas de un trabajo que el coronavirus nos ha demostrado que es menos necesario de lo que pensábamos. O, con la destrucción de los pequeños comercios, podría traducirse en una dependencia del Estado por un estipendio con unas condiciones estrictas. La crisis podría llevarnos al totalitarismo o a la solidaridad, a la ley marcial médica o a un renacimiento holístico, a un mayor miedo al mundo microbiano o una mayor resiliencia por su participación activa, a unas normas permanentes de distanciamiento físico o a una voluntad renovada de reencuentro.

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¿Qué puede guiarnos, como individuos y como sociedad, mientras recorremos este jardín de senderos que se bifurcan? En cada cruce podemos ser conscientes de lo que perseguimos: el miedo o el amor, la supervivencia o la generosidad. ¿Viviremos atemorizados y construiremos una sociedad basada en el miedo? ¿Viviremos para preservar nuestros yoes aislados? ¿Usaremos la crisis como un arma contra nuestros enemigos políticos? Estas preguntas no son cuestiones de todo o nada, todo miedo o todo amor. El próximo paso hacia el amor está ante nosotros. Es emocionante, pero no imprudente. Atesora la vida, al mismo tiempo que acepta la muerte. Y confía en que, con cada paso, el siguiente se hará visible.

No creas que elegir el amor en vez del miedo se puede lograr únicamente por mera voluntad y que el miedo también puede conquistarse como un virus. El virus al que nos enfrentamos es el miedo, ya sea a la COVID-19 o a la respuesta totalitaria hacia él, y este virus también tiene su medio. El miedo, junto con la adicción, la depresión y un montón de enfermedades físicas, florece en un campo de separación y traumas: traumas heredados, traumas infantiles, violencia, guerra, abusos, negligencias, vergüenza, castigo, pobreza y el trauma normalizado y silenciado que afecta a casi todos los que viven en una economía monetizada, los que están sujetos al sistema escolar moderno o los que viven sin una comunidad o una conexión con el lugar que habitan. Este caldo de cultivo se puede cambiar mediante la curación del trauma a nivel personal, mediante un cambio sistémico hacia una sociedad más compasiva y mediante la transformación de la narrativa básica de la separación: el yo separado del mundo de los demás, el yo separado del tú, la humanidad separada de la naturaleza. Estar solo es un miedo primario y la sociedad moderna nos ha aislado cada vez más y más. Pero ha llegado el momento del Reencuentro. Cada acto de compasión, amabilidad, valentía o generosidad nos cura de la historia de la separación, porque asegura tanto al actor como al testigo que estamos juntos en todo esto.

Acabaré mencionando una dimensión más de la relación entre los seres humanos y los virus. Los virus son un elemento integral de la evolución, no solo de los humanos sino de todos los eucariotas. Los virus pueden transferir ADN de un organismo a otro, a veces insertándolo en la línea germinal (convirtiéndose entonces en hereditario). Conocido como transferencia genética horizontal, este es un mecanismo primario de evolución que permite que la vida evolucione de una manera mucho más rápida que mediante la mutación aleatoria. Como dijo Lynn Margulis una vez: “somos nuestros virus”.

Y ahora permíteme aventurarme en el terreno especulativo. Quizás las grandes enfermedades de la civilización han acelerado nuestra evolución biológica y cultural, confiriendo información genética clave y ofreciendo una iniciación tanto individual como colectiva. ¿Podría la actual pandemia ser sólo eso? Nuevos códigos de ARN se están extendiendo de humano a humano, introduciendo nueva información genética en nuestro genoma. Al mismo tiempo, estamos recibiendo otros “códigos” esotéricos que van a la zaga de los biológicos, interrumpiendo nuestras narrativas y sistemas de la misma forma que una enfermedad interrumpe la fisiología de nuestros cuerpos. El fenómeno sigue el modelo de la iniciación: separación de la normalidad, seguida de un dilema, ruptura o suplicio, seguido (si es que llega a completarse) por la reintegración y la celebración.

Y es entonces cuando nos preguntamos: ¿iniciación a qué? ¿Cuál es la naturaleza y el propósito específicos de esta iniciación? El nombre popular de la pandemia ofrece una pista: coronavirus. Una corona. “La nueva pandemia de coronavirus” significa “una nueva coronación para todos”.

Ya podemos sentir el poder de las personas en quienes podríamos llegar a ser. Un verdadero soberano no huye atemorizado por la vida o la muerte. Un verdadero soberano no domina ni conquista (ese un arquetipo sombrío, el Tirano). Un verdadero soberano sirve al pueblo, sirve a la vida y respeta la soberanía de todos los pueblos. La coronación marca la aparición de lo inconsciente en la conciencia, la cristalización del caos en el orden, la transcendencia de la obligación en la elección. Nos convertimos en los gobernadores de lo que nos había gobernado. El Nuevo Orden Mundial que los teóricos de la conspiración temen es una sombra de la gloriosa posibilidad que se nos abre a los seres soberanos. Despojados de nuestra función de vasallos del miedo, podemos poner orden en el reino y construir una sociedad intencional sobre los cimientos del amor que ya está brillando a través de las rendijas del mundo de la separación.

 

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Producido por Guerrilla Translation bajo una Licencia de Producción de Pares.

* Texto traducido por Lara San Mamés, editado por Silvia López
* Artículo original publicado la página web de Charles Eisenstein
* Imagen de portada de  Terence Faircloth
* Imagen de artículo de Willy Verhulst
* Imagen de artículo de Terence Faircloth
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* Imagen de artículo de Terence Faircloth
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* Imagen de artículo de Janels Katlaps
* Imagen de artículo de Jacob Surland