El activismo profesional como impedimento a la liberación

La descolonización de las mentalidades y estrategias del movimiento ecologista establecido

Es desconcertante encontrar tan pocos rostros entre las figuras prominentes del movimiento medioambiental que realmente reflejen las realidades y la experiencia de quienes sufren la peor parte del colapso climático. Hay estudios que muestran que más del 90% de los desastres naturales acontecidos desde 1990 han ocurrido en países pobres y que globalmente las comunidades de color sufren los impactos de la contaminación del agua, la tierra y el aire de manera desproporcionada. Las cifras, asimismo, revelan que los hogares con bajos ingresos sufren las peores consecuencias de estos desastres debido a factores como la falta de infraestructura o la inestabilidad económica.

Aun así, las personas que toman las decisiones estratégicas siguen sentadas en salas de reunión climatizadas, esperando que sus conversaciones allanen el terreno para un cambio profundo y sistemático. En estas reuniones, la presencia de los más afectados por las adversidades socioeconómicas y la degradación medioambiental brilla por su ausencia. Esta desconexión produce un abismo inquietante. Quienes nos sentimos frustrados ante esta situación llevamos una década recurriendo a un análisis y a unos parámetros de acción más profundos, como son los de la Justicia Climática. La definición de Justicia Climática es una tarea continua. Honrarla e integrarla es una lucha de por vida.

Enfrentarnos a la raíz de las causas (léase, radical) de la crisis climática, supone admitir que la degradación medioambiental agrava las injusticias económicas, raciales y sociales ya existentes –una interconexión crítica para la definición de nuestro análisis y nuestras acciones. Para lograrlo de verdad, quienes defendemos la tierra y la justicia tenemos que denunciar los sistemas de opresión que componen esta estructura capitalista, y basar nuestra estrategia en las comunidades que más han sufrido el impacto de la colonización, el militarismo y la pobreza.

Esto supone construir movimientos que agrupen una variedad de conflictos, yendo más allá de las divisiones de raza, clase y género; a la par que se potencian las voces de los históricamente marginados: poblaciones indígenas, comunidades de color, la comunidad LGBT y los que están por debajo del umbral de la pobreza. Lograrlo requerirá una descolonización radical tanto de mentalidades como de instituciones profesionales.

En este país, para muchos, la resistencia no es una opción, y mucho menos una moda; sino la única manera de sobrevivir.

Caminar por las calles del norte de Filadelfia es descorazonador. Las calles devastadas de una ciudad olvidada, su carisma y sus gentes relegadas a nada por la negligencia por las élites corporativas y gubernamentales del Estado: solares vacíos, docenas de colegios cerrados, largas y desesperanzadoras listas de espera para acceder a una educación pública. Mientras, a través del abismo invisible y ajeno a todo, las luces siguen rutilando y se descorchan botellas de champán.

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Enfrentarnos a la raíz de las causas de la crisis climática, supone admitir que la degradación medioambiental agrava las injusticias económicas, raciales y sociales ya existentes.

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En el vecindario de Far Rockaway, en Queens, Nueva York, me topo con heridas aún sangrantes que yacen abiertas al viento; los recuerdos del huracán Sandy desperdigados sobre los escombros que cubren las aceras; los negocios cerrados y el asfalto desigual; el hospital de la zona está a punto de cerrar; la encarcelación masiva de nuestros hermanos, padres y amantes de color crea círculos viciosos de deuda, droga y violencia callejera, que conducen en línea recta desde un hogar empobrecido la celda gris de una prisión.

Los centros de detención no dan abasto, colmados de jóvenes aterrados y despojados de sus familias, muchos esperando a que les deporten a países que no han pisado desde la infancia. Pisoteamos la tierra de naciones indígenas y culturas que llevan sobreviviendo 500 años de genocidio étnico y cultural a través de internamientos, esterilizaciones involuntarias de sus mujeres y tratados rotos.

Son los rostros marginados de la resistencia. Los guerreros cuyas experiencias vitales y el mero hecho de su supervivencia no sólo deberían impulsar la trayectoria de nuestros movimientos, sino inevitablemente determinar el éxito de nuestra lucha por la liberación colectiva.

En cambio, dentro de la corriente cultural existente, la organización comunitaria se ha convertido en un modelo profesional, mientras que la lucha contra la opresión se pone de moda o, peor aún, se vuelve rentable. Hay quien empieza a expresarse en un lenguaje políticamente correcto, aprendido de puntillas en un curso, mientas que gran parte de la lucha en contra de la opresión no va más allá de lo superficial; vaciada de cualquier análisis verdadero de la confluencia entre raza, clase y género. Como resultado, las grandes organizaciones no gubernamentales contratan a unas pocas personas de color, encomendadas con una labor simbólica desempeñada bajo la expectativa silenciosa de que hablarán en nombre de otros hermanos y hermanas de su misma raza. Mientras tanto, las puertas del movimiento medioambiental y climático y las oportunidades que conllevan permanecen fuera del alcance de quien proviene dé hogares de bajos ingresos o carece de estudios universitarios.

Esto fue un despertar muy abrupto para alguien que se había dejado seducir por una carrera en el activismo social y su falsa promesa de liberación. Como mujer emigrante y de color, y a menudo etiquetada como “de los árabes buenos”, tendría que crear mi propio espacio antes de convertirme en una voz relevante dentro el movimiento, como ya hicieron muchas otras antes que yo. Esto también exigía el tomar responsabilidad por una serie de privilegios, tales como mi educación universitaria y el acceso a unos recursos que están fuera del alcance de, prácticamente, toda mi familia.

La especialización profesional del activismo ha creado un “Complejo Industrial sin Ánimo de Lucro” (CISADL) que, más que promocionar, hace peligrar los movimientos liberadores. En Power Shift 2011, una conferencia climática que reunió a miles de jóvenes, había una división física literal entre los talleres de los universitarios (casi todos blancos y de clase media) y las comunidades de a pie de calle (casi todos jóvenes de color y de hogares pobres). Dado que les asignaron talleres y programas distintos, sólo coincidieron durante las ponencias.

Este año, en la misma conferencia, se prometieron los fondos para la comida y el transporte a varias delegaciones de jóvenes marginados (Las juventudes Lakota de la reserva de Pine Ridge y los Dream Defenders de Florida). Los fondos o no llegaron, o sólo se entregaron parcialmente. Estas prácticas son contraproducentes para el cambio social, dado que perpetúan la misma opresión sistemática contra la que estamos luchando.

Mientras tanto, las ONGs compiten por sumar miembros y campañas victoriosas, apresurándose a obtener resultados cuantificables con los que demostrar ante sus contribuyentes que merecen recibir más dinero. En un período de nueve años, los grandes grupos ecológicos recibieron más de diez mil millones de dólares en fondos, con tan sólo un 15% de las becas (entre el 2007 y el 2009), destinadas a comunidades marginales. Esto es una discrepancia abominable, especialmente porque más dinero supone más gastos institucionales y de infraestructura, algo que a menudo conlleva compromisos y medias tintas. Esta infraestructura de financiación jerárquica ignora por completo la historia de la resistencia popular; que los cambios sociales a gran escala surgen de los movimientos de base y que el auténtico liderazgo nace de personas oprimidas con un interés personal en la lucha por la libertad.

Es difícil concebir un levantamiento popular surgido de la comodidad de una gente habituada a una nómina y a la estabilidad de una organización; estas voces no deberían dominar el discurso. A menudo contemplamos la imagen del activista profesional chillando a través de un megáfono y pidiendo un endurecimiento del conflicto para llevarlo a las calles. Se trata de una llamada que congrega adeptos, ahora que las economías se tambalean, los desastres naturales se multiplican y los países se ven desgarrados por las guerras.

¿Pero qué ocurre cuando una organización como MoveOn.org hace suyo el mensaje popular de Occupy para anunciar talleres de acción directa a lo largo y ancho del país; pero desaconseja que los monitores promuevan la desobediencia civil, debido a su política interna. O cuando el Natural Resources Defense Council (NRDC o Consejo para la defensa de los recursos naturales) y la World Wildlife Fund (WWF) trabajan codo con codo con la industria del combustible fósil (estos últimos satisfechos de comprar su silencio y, de paso, delimitar el campo de acción de la oposición).O cuando 350.org hace un llamamiento a intensificar la resistencia contra el oleoducto Keystone XL, y obtiene fondos gracias a las acciones de sus socios, pero que cuando estos activistas que lo han arriesgado todo se enfrentan con una posible acusación por delitos graves, les retira el apoyo debido a una falta de previsión organizativa y de infraestructura adecuada? Estos ejemplos ponen en evidencia la gravedad de la desconexión y la ineptitud para construir relaciones genuinas con los más afectados.

Con sus voces altisonantes y grandes presupuestos, el mensaje de los profesionales eclipsa la llamada de la acción de la calle. Puede que esta llamada no se amplifique a través de megáfonos o aparezca en las portadas de las páginas web, pero se escucha a través de vecindarios, centros de detención, prisiones, reservas indígenas, refugios para personas sin hogar y bloques de apartamentos destartalados.

La pregunta es, ¿cuál será la respuesta de la opinión pública cuando el grueso de las comunidades afectadas tome la calle? ¿Cuando las comunidades de color reclamemos nuestro poder y no cedamos más terreno? ¿Tendremos un movimiento preparado y dispuesto a demostrar solidaridad genuina y concienzuda?

Mientras que a todo el mundo se le llena la boca hablando de luchar contra la opresión y cómo superarla, no podemos olvidar que trabajar junto a víctimas de represión histórica no sirve para expiar culpas, alimentar los egos o promover una agenda personal.

Andrea Smith, en un artículo reciente, se refiere a esto como “…la creación de un ‘complejo de culpabilidad industrial’, creado en torno a la confesión profesional del privilegio de clase”. Esta práctica expiatoria perpetúa los desequilibrios del poder centrándose en las voces y en la experiencia de grupos históricamente privilegiados, elevándolos ahora al rol de confesores benévolos. Esta labor “anti opresora” de la que habla Smith no sirve para nada.

Desde Naomi Klein a Van Jones, desde los organizadores de las protestas contra la OMC en 1999 a las personas bloqueando el oleoducto Keystone XL en Texas, el mensaje es el mismo: el Complejo Industrial sin Ánimo de Lucro ha de profundizar en su análisis de clase, enfrentarse a la supremacía blanca dentro de sus propias instituciones, y relegar el síndrome de “redentor colonialista” al olvido. Los activistas profesionales tienen que cuestionar el privilegio institucionalizado y estructural de sus propias organizaciones en cuestiones tales como la difusión mediática, los recursos, su influencia y el espacio que ocupan.

¿Qué pueden hacer los activistas profesionales para descolonizar los movimientos establecidos? Poner sus recursos financieros en mano de las comunidades que más lo necesitan, en vez de alimentar las cuentas bancarias de organizaciones multimillonarias. Abrir espacios en el proceso de toma de decisiones para que los que luchan por la libertad a pie de calle, en vez invitarles a salir en la foto cuando ya se ha determinado la estrategia. Quitarse de en medio cuando hablan los que tienen una historia que contar, en vez de redactar estudios sobre su experiencia. Invertir tiempo en aprender y practicar alianzas verdaderas sin caer en esteticismos condescendientes.

Si queremos mantener la integridad, este proceso no puede inspirarse en un afán de reconocimiento personal o de organizaciones. Desafiar nuestros propios demonios es una lucha constante que puede durar toda una vida. Desde las junglas mexicanas, los Zapatistas nos recuerdan sabiamente que se trata de un proceso duradero: “…preguntando caminamos”.

A los que lucháis en primera línea, a los hermanos y hermanas de color arropados por nuestros ancestros, acarreando en el cuerpo los traumas históricos de un sistema diseñado para romper nuestros espíritus y exterminarnos, el mero hecho de que sigamos aquí, de que hayamos sobrevivido a través del tiempo, es prueba viviente de nuestra resiliencia. A los que se siguen preguntando cuándo llegará la hora del cambio radical, ha llegado ya. Nuestra realidad cotidiana no se volverá más aterradora algún día, en un futuro lejano. Se está librando una guerra en contra de nuestras comunidades y se está librando ahora.

En esta época de crisis climática y colapso económico, de los resquicios de la supremacía blanca y el patriarcado, la lucha tiene tanto que ver con la resistencia como con los programas de supervivencia comunitaria, tanto con desmantelar la industria de los combustibles fósiles, como con la descolonización de nuestras propias mentes. Ha llegado el momento de enfrentarnos al coste verdadero de estas acciones, cuáles serán las responsabilidades, y qué conlleva la solidaridad verdadera.

Si este movimiento verdaderamente quiere ganar y cambiar nuestro paradigma actual, tenemos que dejar de lado algunas comodidades y quitarnos de medio en el momento adecuado.

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