El cínico y el constructor de barcas

Hace unos días estaba en Estocolmo, paseando por la orilla, cuando se acercó un jovenzuelo irlandés y me llamó por mi nombre. No es algo que me pase a menudo —parece que el muchacho forma parte del pequeño grupo de la humanidad que ha leído mi libro Sacred Economics [Economía Sagrada]—, así que me tomé esta coincidencia como señal de que debía detenerme y conversar con él.

Resultó que estaba en Suecia para participar en un programa de dos años de construcción de barcas, aprendiendo técnicas tradicionales para construir pequeñas barcas artesanalmente. Su historia me inspiró de varias formas. En primer lugar, ahí estaba una persona joven e inteligente, comprometida con un trabajo que no ofrece posibilidad alguna de estatus social o riqueza. En segundo lugar, no sólo estaba profundamente entregado a su propia destreza, sino también a la idea de acercar su práctica a otros jóvenes irlandeses a través de una organización que él mismo había cofundado: La Asociación para la Construcción de Barcas Tradicionales Nórdico-Irlandesas. En tercer lugar, cuando me presentó al resto del equipo y me enseñó las barcas que estaban creando, quedé fascinado por el meticuloso trabajo artesanal y la vitalidad de las barcas, que ejemplificaban el «nuevo materialismo» que forma parte de la resacralización del mundo material.

Cuando me marché 15 minutos más tarde, me sentía realmente esperanzado y optimista sobre el estado de la humanidad.

¿Qué me había hecho sentir de manera tan positiva?

¿Qué tiene de bueno que renazca la construcción tradicional de barcas en un contexto de cambio climático, fracking, residuos nucleares, destrucción de los bosques, neoliberalismo, estados obsesionados por la seguridad, hambruna infantil, tráfico de seres humanos, talleres de explotación laboral, encarcelamiento juvenil y el resto de horrores que se extienden por nuestro planeta?

¿Por qué sentía ese optimismo? Aquí va una teoría: el sentimiento me nubló la razón. En un momento de descuido, me dejé engatusar por una pequeña flor que brotaba del vasto vertedero tóxico de nuestra sociedad. Un destello de belleza me distrajo de la fealdad para proporcionarme una gratificante excursión emocional fuera de la lógica irrefutable de la desesperanza. Como sucede con cualquier buena noticia, aquel encuentro me dio falsas esperanzas al sugerir que las cosas no están tan mal después de todo. Y eso, en teoría, es peligroso, porque solo si somos sobriamente conscientes del atroz aprieto en que nos encontramos, seremos capaces de responder apropiadamente, en lugar de fingir despreocupadamente que todo va bien.

Pensemos ahora en una teoría alternativa: el constructor de barcas me dio esperanzas porque forma parte de un cambio masivo de valores que se está produciendo bajo de la superficie de la normalidad. No es una excepción; es más bien una persona aventajada dentro de un extenso movimiento. Aunque su vocación no supone un desafío directo al poder establecido, la redirección de su energía vital ayuda a crear una especie de camino o patrón para que otros hagan lo mismo. Su ejemplo anima a otras formas de no-participación. Cuando uno de nosotros conoce a otra persona que también rechaza las normas y valores dominantes, se siente menos loco por hacerlo. Cualquier acto de rebelión o de no-participación, aún a muy pequeña escala, es por lo tanto un acto político. Construir barcas artesanalmente es un acto político. Eso no quiere decir que el sector bancario, Monsanto, el complejo militar-industrial, etc. vayan a cambiar sus formas de operar como por arte de magia, solo porque fuéramos cada vez más los que nos dedicáramos a construir barcas. Quiere decir que la construcción de barcas y otras formas de provocar cambios provienen del mismo sitio.

El constructor de barcas no eligió ese camino porque pensara que así cambiaría el mundo. Si condicionamos las decisiones al poder práctico que estas poseen para cambiar el mundo, a menudo nos quedamos paralizados, porque los cambios que habría que hacer hoy mismo son tan enormes que no tenemos ni idea de cómo llevarlos a la práctica efectivamente. Todo plan es inviable y toda esperanza es ingenua.

El cínico se cree que es una persona práctica, y que el idealista no lo es. En realidad es al revés. El cinismo es paralizante, mientras que la gente inocente intenta llevar a cabo lo que el cínico dice ser imposible, y a veces lo logra.

Paradójicamente, el mundo cambiará gracias a esos miles de millones de actos inútiles. Debemos obedecer una lógica distinta de aquella que nos hace preguntar: «En el gran orden de cosas, ¿causará esto alguna diferencia?» En el gran orden, por ejemplo, del cambio climático, ni siquiera las acciones que se llevan a cabo para reducir las emisiones de CO2 nos llevarán a ningún lugar. Si vas en bici y reduces la contaminación, ¿de qué sirve eso cuando miles de millones de personas que «no entienden lo que está pasando» continúan sin cambiar de hábitos? Así pues, hay quien dice que, en lugar de montar en bici uno mismo, lo único que merece la pena es intentar convencer a millones de personas para que usen la bici, o presionar como lobby para cambiar las políticas gubernamentales. Sin embargo, por esta regla de tres, nadie empezaría a ir en bici. Necesitamos otra razón, una razón no-instrumental, para hacer cosas de esta manera. Lo que quiero decir es que necesitamos una razón que no dependa del resultado final previsto según la forma habitual de entender las relaciones causa-efecto.

Con esto no quiero decir que no debamos intentar cambiar mentes y sistemas. Es solo que con eso no basta, y tampoco está hecho para todo el mundo. Debemos ser conscientes también del poder de las pequeñas elecciones invisibles.

Mientras me alejaba del constructor de barcas, pensaba: «No puedo permitirme vivir en un mundo donde lo que esta persona hace no tiene ninguna importancia». En nuestra visión del mundo, casi todas nuestras pequeñas decisiones personales resultan intrascendentes. Pero, al tomarlas, no nos sentimos así . ¿Vamos a ignorar ese sentimiento de lo que es importante aquí y ahora, en favor de otros medios de tomar decisiones basados en un cálculo racional de los efectos finales?

Quizás esa mentalidad sea la raíz de nuestros problemas. Para empezar, es la mentalidad del dinero: en nombre de una cifra que representa un fin, desviamos tiempo y recursos de las cosas que nos importan de verdad. Los estudiantes lo hacen constantemente cuando eligen una carrera «práctica» en lugar de estudiar lo que realmente les importa (o dejar la escuela para dedicarse a lo que les apasiona). Es también por esa mentalidad por lo que procuramos volvernos insensibles y sacrificamos ese árbol, ese bosque, ese animal o ese ser humano que se interponen en la vía del progreso.

Cuando dejamos de hacerlo y nos fijamos en lo que tenemos ante nuestras narices, a veces nos parece irracional. ¿Cómo es eso conciliable con la importancia que atribuimos a nuestras pequeñas decisiones?

La aparente irracionalidad de esas pequeñas acciones llenas de belleza y de servicio a los demás proviene del hecho de hallarnos inmersos en una visión del mundo que define lo que es racional, práctico y lógico. Básicamente, esta da a entender que cada uno de nosotros es un yo separado en un universo externo y objetivo sometido a diversas fuerzas. Dada la relativa debilidad de nuestra propia fuerza, en ese universo externo, nada cuanto hagamos importa demasiado. Pero esa forma de ver el mundo está quedando obsoleta. Cuando, por el contrario, nos vemos a nosotros mismos como seres inseparablemente conectados con todo lo que es, cuando consideramos que nuestro yo y el mundo son espejos inseparables el uno del otro, entonces la sensación de que nuestros actos personales poseen un significado cósmico deja de ser irracional. Eso confiere cierta lógica a la creencia de que cuando algo cambia, todo cambia. Y eso confirma la idea de que el constructor de barcas está creando un camino, un patrón, para que otros también cambien.

Aunque podría ofrecer muchos más ejemplos que sugieren que las acciones individuales inciden sobre el mundo de formas que suponen un desafío a la manera habitual de entender la causalidad, y aunque podría citar también algunos cambios de paradigmas científicos que parecen invalidar esa radical distinción entre el yo y los otros con que operamos, estos tampoco  ofrecen ninguna certeza ni existen pruebas al respecto. El cínico puede seguir argumentando que no tiene ninguna importancia ni va a servir de nada. Probablemente ya habrás tenido alguna discusión con cínicos así, con ese tipo de realistas que pretenden razonar la imposibilidad práctica de ciertas ideas. Quizás hayas discutido también con el propio cínico que llevas dentro, que te dice lo mismo sobre cualquier cambio que pretendas introducir en tu vida. Bien, todos esos cínicos tienen razón. Desde dentro de los límites de su explicación del mundo, es improbable que funcione. Tendría que ocurrir una especie de milagro, como por ejemplo; que la persona adecuada intervenga desinteresadamente para ayudar en el momento oportuno, o que alguien cambie de opinión y actúe en contra de su propio interés racional.

Si queremos que el planeta sea habitable dentro de 50 años, tendrán que pasar cosas así de forma masiva.

En ausencia de certezas o pruebas, ¿cómo podemos derrotar al cinismo (ya sea interior o exterior)? No podemos. Podemos, sin embargo, tratar la herida que genera. El cinismo protege la herida del idealismo frustrado y la esperanza traicionada. Cualquier cosa que vuelva a despertar esa ingenua creencia de que un mundo más bonito es posible genera, junto a un inspirador sentimiento de esperanza, grandes cantidades de miedo, pena y dolor. Tenemos miedo de sentirnos decepcionados de nuevo. Es más seguro no creer, más seguro desestimarlo como idealista, impráctico o imposible. De ese dolor proviene el escarnio que normalmente acompaña al escepticismo. Puede que ése sea el motivo por el que las teorías científicas heterodoxas, o los fenómenos que sugieren que hay orden, inteligencia y propósito en el universo más allá de nosotros mismos, atraen tantas críticas agresivas.

Vamos a hacer un pequeño experimento. Repite la frase “Eisenstein es un auténtico ingenuo” en tu cabeza varias veces, y déjate llevar por ese planteamiento crítico y sentencioso. ¿Cuál es la mezcla de sentimientos que le acompaña? Puede que sientas cierta gratificación. No hay quien te tome el pelo. Eres práctico, racional, inteligente. No te vas a dejar engatusar por emociones ingenuas para creer en algo. ¿Qué dolor cubren esos sentimientos y juicios? ¿Qué te duele?

Solo cuando nos enfrentemos y curemos esa herida que hay por debajo, podremos alzarnos en nuestra capacidad como agentes del cambio. Solo entonces seremos verdaderamente capaces de creer en aquello que queremos crear, y nos entregaremos por completo a la creación de ese mundo más bonito que nuestro corazón nos dice que es posible. El cinismo, la tristeza, la desesperación no son obstáculos a superar.

 

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