Tus vacaciones no son activismo: el turismo de los desastres ecosociales

Esta es la tercera parte de la serie Desastres artificiales, un conjunto de cuatro artículos que examinan y revelan la relación entre el colapso climático del planeta y la supremacía blanca, las raíces de las calamidades medioambientales en los hábitos de consumo de las personas más privilegiadas, la industria del turismo de desastres y las repercusiones que estos tienen en la población más desfavorecida.

Cuando el huracán Katrina arrasó Nueva Orleans, parecía que todo el mundo animaba a los turistas a visitar la ciudad a fin de reavivar la economía local. Esa fue la respuesta pública de muchas personas a este desastre artificial, desde el Presidente George W. Bush hasta la cantautora feminista Ani DiFranco, mientras que las comunidades más afectadas apenas se manifestaron al respecto ni cuestionaron sus declaraciones. Cuesta imaginar que alguien que acaba de perder a sus seres queridos, o que vive en una casa prefabricada de la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias (FEMA, por sus siglas en inglés) pudiera pensar que les turistas que se estaban emborrachando en Bourbon Street en ese mismo momento les estaban ayudando de alguna forma. Porque la verdad es que no lo estaban haciendo.

Muchas personas ensalzan el turismo como si fuera una respuesta rotundamente positiva a desastres ecosociales o crisis que podían haberse evitado y que surgen precisamente del choque entre diversas desigualdades transversales. Cada vez que vemos en las redes sociales occidentales cómo un cataclismo natural devasta y aflige a comunidades marginalizadas, se nos insta a rezar, a donar cinco dólares a la Cruz Roja y, a continuación, a visitar el lugar, ya sea para contribuir a los esfuerzos de reconstrucción o para simplemente “impulsar la economía” dándole una propina al masajista del hotel. Pero son esas mismas personas invitadas a “viajar y comprar” las que más se benefician de estos desastres. Al reflexionar sobre lo mucho que la industria turística no solo se aprovecha de las donaciones para el desarrollo, sino que además contribuye al cambio climático en las regiones más vulnerables, nos damos cuenta de que esta respuesta es una estratagema capitalista que pretende explotar a las personas racializadas mientras aún conserven algo de calor en el cuerpo.

Comencemos por Nueva Orleans, cuyo turismo se basa en (o más bien, explota) la cultura afroamericana, los indios del Mardi Gras y el colonialismo francés para así ganar “puntos de autenticidad”. La clase turista consume estas culturas con tanta avidez que en 2015 se gastó la friolera de 7000 millones de dólares en la ciudad, más del doble de lo que esta sacó con el turismo antes del Katrina en 2004, según los datos de la Oficina de Convenciones y Visitantes de Nueva Orleáns (CVB, por sus siglas en inglés). El sector del turismo en Nueva Orleans es uno de los mayores proveedores de empleo en todo el estado, y la mayoría de puestos de trabajo son de temporada y no especializados. El barrio francés acapara casi todo el dinero de los turistas, ya que la mayoría de los ingresos públicos de la ciudad provienen de esta área. Sin embargo, este dinero no va destinado a financiar los servicios de la ciudad, sino que se queda en el barrio francés. En 2014, por poner un ejemplo, el comité de la vivienda de Luisiana aprobó una ley para crear un nuevo distrito fiscal, o “área de hostelería”, mediante la imposición de un gravamen en los hoteles miembros de la CVB, que prometía recaudar hasta 14 millones al año para marketing turístico, mantenimiento del orden y mejoras infraestructurales en el área de hostelería.

La ley permitía la aplicación de la llamada “Evaluación del apoyo turístico” (un nombre bastante distinguido para tratarse de un impuesto), que fue aprobada por un cuerpo gubernamental de representantes del sector turístico, la mayoría propietarios que tenían hoteles en la zona. Cada habitación contaba como un voto, así que la cantidad de votos era proporcional al número de habitaciones de hotel que tuviese el propietario. Esta zona fiscal funcionaba básicamente como un muy conveniente imperio turístico donde gran parte de los impuestos generados iban a parar a las arcas de instituciones como las Corporaciones de Turismo y Marketing de Nueva Orleans, que sirven única y exclusivamente a la industria turística. Estas leyes ignoran flagrantemente a la mayor parte de la ciudad y sus habitantes, a quienes les vendrían muy bien disponer de esos 14 millones de dólares. A pesar del auge del turismo y la gentrificación, las tasas de pobreza en la ciudad son las mismas que en 1999, y la tasa de pobreza infantil es 17 puntos superior a la nacional. Supongo que no se puede esperar mucho de una industria que capitaliza la historia de esclavitud de la ciudad y las respuestas culturales de la gente negra mientras la excluyen del reparto de los beneficios. Tal como expresó C. W. Cannon, profesor de la Universidad Loyola de Nueva Orleans que residió toda una vida en la ciudad: “Eso es lo que el turismo espera de la gente negra: que sea solo parte de la arquitectura. Así no dan problemas; un edificio no te replica, simplemente se mantiene en su sitio y actúa en consecuencia”. Y añade, “Los turistas quieren cultura negra, pero no gente negra.”

Esta respuesta a los desastres ecosociales en destinos turísticos se ha convertido en tendencia a escala global, especialmente en la costa. Tras el devastador tsunami en el Oceáno Índico en 2004, uno de los peores desastres de la historia de la humanidad, las instituciones turísticas de los países afectados se movilizaron rápidamente para actuar como si el tsunami no hubiese sido para tanto, sacando provecho del fenómeno (Tailandia llegó a proponer un “Tour de Recorrido del Tsunami” y construyó el “Museo conmemorativo del tsunami”, en contra de los deseos de la comunidad afectada), gastando fondos muy necesarios en marketing turístico (hasta 19,5 millones de dólares en Tailandia), y creando “zonas colchón para la conservación” en la India, Sri Lanka y Tailandia, impidiendo así a los residentes las tareas de reconstrucción en las áreas en las que vivían y desplazando a les pescadores a diminutas parcelas tierra adentro, lejos de sus fuentes de sustento. De este modo estas zonas quedaban reservadas para el desarrollo turístico, según un informe de la organización de vigilancia al turismo Tourism Concern. En el informe, Kelly Haynes, la coordinadora de la investigación de la organización, escribió: “Los gobiernos se han aprovechado de la devastación creada por el tsunami para impulsar unas estrategias de turismo que afectan en gran medida a las comunidades locales de la costa”, y muchas personas piensan que lo hicieron mediante la retención del dinero recaudado con las cuantiosas ayudas recibidas. “El turismo es la nueva fuerza invasora”, concluyó. En 2006, el geógrafo Neil Smith declaró que “la población local se refiere a los esfuerzos de reconstrucción como ‘el segundo tsunami’”. De hecho, Haynes narró que les trabajadores del campo tailandeses consideraban haber padecido el impacto de seis tsunamis: el maremoto en sí, la división y desorganización de los organismos de ayuda humanitaria, una prensa intrusiva e insensible, las amenazas de desahucio violento por parte de la clase rentista, las organizaciones religiosas haciendo proselitismo con quienes recibían las ayudas, e investigadores y ONGs recopilando información sin compartirla con la población local. Los efectos fueron similares en Nueva Orleans.

Pero echemos un vistazo al panorama general. Haya ocurrido un desastre “natural” recientemente o no, ¿qué porcentaje del dinero que te gastas de vacaciones acaba en los bolsillos de la población local? El turismo funciona igual que el “efecto derrame” de la economía de Reagan, y la idea de que beneficia a la comunidad de residentes es un timo. La mayoría de los complejos turísticos o resorts todo incluido, o de cualquier tipo de resort en general, son cadenas provenientes de países extranjeros ricos que explotan a los países (en desarrollo) en los que se establecen. Los resorts todo incluido son perjudiciales para todo lugar donde se instalan, pues no permiten que el dinero salga de sus confines y tampoco se puede decir que les camareres o les limpiadores estén nadando en los billetes de los turistas. El 80 % de lo que lo que les viajeres gastan en paquetes todo incluido “va a parar a las compañías de vuelos, los hoteles y otras empresas internacionales (que a menudo tienen sucursales en el país de origen de la propia persona viajera), y nunca a los bolsillos de les propietaries de negocios locales o de les trabajadores,” estimó el Programa para el Medio Ambiente de la ONU. En un país que depende del turismo y que es proclive a los desastres, tal y como lo es Tailandia, el 70 % del dinero que se gastan los turistas sale fuera del país, y en el Caribe —una zona dependiente del turismo y propensa a las catástrofes naturales—, la cifra asciende al 80 %. Un estudio del PNUMA concluyó que, de cada 100 dólares que una persona turista de un país desarrollado se gasta en sus vacaciones, solo 5 dólares acaban contribuyendo a la economía del país en desarrollo que está visitando. O mejor dicho, acaban yendo a parar a la oficina de turismo o a los bolsillos de sus políticos.

«De cada 100 dólares que una persona turista de un país desarrollado se gasta en sus vacaciones, solo 5 dólares acaban contribuyendo a la economía del país en desarrollo que está visitando. O mejor dicho, acaban yendo a parar a la oficina de turismo o a los bolsillos de sus políticos».

 

No es solo que los beneficios del turismo poscatástrofe nunca lleguen a aquellas personas que más lo necesitan, sino que, además, la industria contribuye al cambio climático al debilitar las defensas naturales de las costas y agotar los recursos de las comunidades más vulnerables. Las infraestructuras turísticas (no quiero ni mencionar a los cruceros) en las costas han sido las principales responsables de la destrucción de los manglares, las marismas y los arrecifes costeros, acelerando la erosión de unas zonas de regulación que serían vitales cuando los niveles del mar suban debido al calentamiento global. Algunos resorts en Filipinas y las Maldivas han llegado incluso a dinamitar y excavar en busca de arrecifes de coral para usarlos como materiales de construcción, causando estragos irreversibles. Ese es el problema de irse de vacaciones. Puedes exportar todas las comodidades del primer mundo a una región del tercer mundo por un fin de semana, y ni siquiera tienes que quedarte allí para presenciar el estropicio. De hecho, les turistas occidentales suelen ser evacuades primero en cualquier tipo de desastre, y los medios de difusión los pintan como héroes. ¿Quién sabe cómo habrían cubierto los medios occidentales la noticia del tsunami del Océano Índico en 2004 si no hubiesen muerto 9000 turistas europeos? Aunque el turismo “sostenible” y el “ecoturismo” han emergido como respuestas a esta realidad, lo cierto es que toda la industria es insostenible desde el punto de vista medioambiental.

Según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, en el mundo hay mil millones de llegadas de turistas cada año, una cifra que seguramente se triplique en los próximos tres años. Muchas de estas personas turistas viajan a destinos costeros en países en desarrollo, en concreto a complejos de lujo que les chupan la sangre a las comunidades más pobres. El turismo ejerce una gran presión sobre recursos locales tales como el agua, los alimentos, la energía y las materias primas en lugares donde ya existía una escasez previa. Y, ya que estas personas consumidoras provienen mayormente de entornos privilegiados, sus demandas desbordan lo que los “destinos turísticos” pueden ofrecerles, así que los recursos locales se acaban vendiendo a la clase consumidora a expensas de les residentes locales, que ya tienen bastante con la subida de precios de las tierras y las propiedades inmobiliarias, por no mencionar la de los niveles del mar. En medio de todo esto encontramos la lucha por el agua, como ocurre en la crisis de Bali.

Por lo general, la industria turística sobreexplota los recursos hídricos para sus hoteles, piscinas, campos de golf y spas en lugares donde el acceso a agua potable es muy limitado, como Bali. Les investigadores calculan que Bali padecerá una gran sequía de aquí al año 2020 , y el turismo es el principal culpable. En una isla donde 1,7 millones (de un total de 3,9 millones) de personas no pueden acceder dignamente a suministros de agua salubre, donde el gobierno ha declarado que el 80 % de sus cuencas están vacías, la industria turística —compuesta en su mayoría de resorts y retiros de yoga— acapara al menos el 65 % de los suministros totales de agua en la isla, según un estudio realizado por la Dra. Stroma Cole de la Universidad de Inglaterra Occidental. Aunque el 80 % de la economía de la isla depende de la industria, que emplea a un 25% de la población, el 85 % de los negocios turísticos pertenecen a personas y entidades que no son balinesas. En una isla famosa por su cultura de arrozales, la industria ya ha absorbido gran parte del agua que se usaba para la agricultura, convirtiendo a les granjeres en uno de los grupos más afectados por la crisis. Las personas más pobres y marginalizadas de Bali, que subsistían gracias a pozos excavados a mano por ellas mismas, no pueden permitirse comprar agua embotellada o pagar el suministro de agua del grifo de la ciudad, y tampoco pueden competir con los resorts que les rodean, ya que cada hotel de cuatro o cinco estrellas requiere 50 000 litros de agua potable cada día. Se trata de robo puro y duro.

Hay maneras más sostenibles de administrar el turismo, pero es el desarrollo de este turismo rápido, descontrolado y masivo en las zonas costeras en particular el que está causando la mayoría de estos males. Una industria tan insostenible medioambientalmente como el turismo no debería ser considerada una respuesta a un desastre climático. Esta no es más que otra de las formas que puede adoptar el capitalismo del desastre: donde la mayoría ven desolación y necesidad, la élite extranjera ve una oportunidad para “el crecimiento”, y la gran mayoría de la población occidental, sean conscientes o no, refuerzan y validan esta tendencia. Para evitar desastres ecosociales tenemos que plantearnos esfuerzos a corto y a largo plazo para apoyar a las industrias locales, como las pequeñas piscifactorías de las que viven las comunidades costeras, y que están en peligro debido al cambio climático, al desarrollo del turismo y a la globalización. Tal y como hemos visto en el ejemplo de Nueva Orleans, responder a un desastre ecosocial con gentrificación y turismo provoca efectos irreversibles en el panorama cultural de un lugar. Desgraciadamente, la economía turística no es famosa por su estabilidad, y la supervivencia de una ciudad con tanta pobreza y criminalidad no debería depender de que los turistas consuman una versión disneyficada de su cultura. Teniendo en cuenta el ritmo y la frecuencia con la que están sucediendo los desastres climáticos, la financiación turística debería restituir e invertir en servicios sanitarios, educación y preservación ecológica y proyectos de restauración. Hace ya mucho que cruzamos el umbral de alarma climática y sus terribles consecuencias, allá por el año 2005. Ahora es el momento de actuar, no de irse de vacaciones.

[1] Nótese que este artículo se escribió en 2016. La inesperada pandemia de la COVID-19 ha alterado estas previsiones.

 

PPLicense mockup small
Producido por Guerrilla Translation bajo una Licencia de Producción de Pares.